Poca gente aprecia los yogures de coco. Y al que le agradan,
descarta los de fresa, un suponer, porque su gusto es otro. Lo mismo sucede con
otros surtidos, como los de galletas: al final (aunque hay quien las engulle
primero) quedan las que menos apreciamos y, a regañadientes, acabamos
comiéndolas, porque no hay más remedio que comprar el lote entero, el paquete
completo con lo que nos gusta y lo que no. Uno acaba por concluir que los
surtidos están para dar salida a galletas que nadie querría por separado.
Los textos de cierta amplitud son también como una caja de
bombones, que diría Forrest, contienen cookies
de todo tipo. Sucede con la historia, que no deja de ser un relato inacabado: de
ella puede extraerse cualquier porción que encaje en preferencias a menudo contradictorias
o contrahechas. La Edad Media, por ejemplo, es la predilecta para localismos e
identidades de cercanías, por su base de feudalismo, su aderezo místico y su
pizca de estética a lo Príncipe Valiente. Tiene mucha salida también el
indigenismo prerromano, y gollerías glacés tipo templarios, mercadillos y justas,
torneos y batallitas a campo abierto. En esos roscones, el problema es dónde
cortar. Y, por supuesto, el relleno, que desagrada por insípido y hueco. El sabor
proscrito para los que gustan de este tipo de estuchados son biscotes como el
humanismo, la Ilustración o las revoluciones, productos bajos en azúcar que
acaban por revenirse. Compramos historia para degustar golosinas.
Más. La Biblia, el texto más veces impreso según sus
publicistas, resultaría una indecente colección de barbaridades si no fuera
porque tiene algún bizcocho de chocolate y barquillo que pretende justificar el
estuche entero. Cuando nos ha dado por engullirla entera, a pies juntillas, el
empacho ha resultado épico. Sucede así con textos que han acabado por ser una
especie de Biblia, como la Constitución española, con las mismas ínfulas de
intocable (menos para la cosa financiera) y hasta de venerable. Según parece, la
subida al Sinaí de 1978 era para siempre. De aquella, cuando se puso delante de
las urnas, junto a los derechos fundamentales y otras cosas de mucho gusto y
sabor, en el pack había galletas de
coco: la monarquía, por citar otro suponer. O las autonomías a cascoporro, que
eran de café y para todos cuando a algunos les sentaba fatal. De ahí ese
regusto un tanto rancio de nacionalidades y regiones que tanta acidez despierta
en estos días por falta de cocción.
En fin, lo mismo ocurre con los programas políticos. Sale
elegido un partido, y a partir de ese momento si no cumple su programa es
porque las circunstancias se lo han impedido (no había butano en la cocina,
faltaba sal…), y si cumple con algo, suele hacerlo con la parte menos comestible
o apetecible de todo el surtido, aquella en que ni nos fijamos cuando compramos
la caja. Eran cocadas que, de otra manera, no tenían salida.
(Publicado el 16/9/2017 en La Nueva Crónica de Léon, en una serie
llamada "Las razones del polizón": https://www.lanuevacronica.com/surtido-con-coco)
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