domingo, 28 de agosto de 2016

Cuentos



 
No hay nada nuevo bajo el sol, aunque bajo el sol todo brille como si fuera nuevo. El verano se adensa, y tenemos más tiempo y más paciencia para esa tarea entre friki y vintage de leer. Se descubre entonces, una vez más, que desde siempre contar suena con dos tonos primordiales, mayor y menor, y sus variaciones y mezcolanzas. Se es bíblico u homérico (de la Odisea, por supuesto). Se emplea un dejo apocalíptico y omnisciente que pretende aleccionar con voz vigorosa, o se cuenta la feria con vanidades personales. Se habla como si se conociera el mundo o sobre cómo conocerlo. Se posee la Verdad o se enreda con mentiras.
En la primera opción también hay engaños, claro. Gustamos del Génesis, con sus enfáticas metáforas de escala cósmica, o del Cantar de los cantares y su intimidad sensual, mística; pero cuando la Biblia se despeña por las farragosas instrucciones sobre cómo construir tabernáculos, arcas y otros cachivaches sagrados, parece que repasemos un catálogo de Ikea. Es lo que tiene ser Dios, resulta fatigoso que nadie perciba a la primera que los tornillos están contados. Le pasa a Ikea y le pasa a Melville con Moby Dick, en el momento en que se mete a naturalista: aburre. Bíblicos son a menudo García Márquez o los latinoamericanos en general (excepto, tal vez, los del Cono sur), marcados por la necesidad de recrear un continente con imágenes y semejanzas menos indecentes.
Personalmente prefiero el tono provisorio y facetado del hombre de mil argucias que fue Ulises, incluso cuando se encierra en el retrete, esa Ítaca fugaz. En esta opción todos son libros de viajes, interiores o no. Sorel, Gatsby, Huck Finn, Alonso Quijano… regresan de alguna guerra y nos cuentan la ira de los dioses contra su aspiración de reencontrar ese hogar que nunca tuvieron. Y que no existen, los dioses. A menudo parecen los extraviados durante el Éxodo, aquellos que sobrevivieron al diluvio sin subir al arca de Noé. Desde entonces, buscan su lugar en el mundo. Como todos.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 27/8/2016)

domingo, 21 de agosto de 2016

Watusis



 
Este pasado lunes,15 de agosto, la ribera del Bernesga se pobló de gente empeñada en disfrutar una jornada festiva y veraniega: escuchar música, ver cine, beber y comer, charlar, sentarse en la hierba;esas cosillas. Como excusa (por si hiciera falta), tomaron por segundo año consecutivo la monumental novela del malogrado Francisco Casavella, “El día del Watusi”, cuyo argumento gira en torno a sucesos acontecidos en esa misma fecha. Que no hayamos leído la obra del barcelonés sitúa este evento a la altura de quienes celebran campanuda y protocolariamente el centenario del Quijote. Bueno, no. Ya quisieran.Nos enteramos del asunto por las redes sociales hasta que, un día, apareció en los medios de siempre, los periódicos. Primero, en la prensa nacional (El País); luego, con algo deresignación condescendiente, se habló de elloen la de aquí, que están muy ocupados.
Todo esto me sugiere lo que en su día debieron de ser los orígenes de la celebración de Genarín, mucho antes de que agonizase de éxito. En aquellos febriles años treinta, también un grupo de amigos, en plena exaltación de camaradería, decidió pergeñar laexégesis novelesca de la vida de un menesteroso y convertirla en excusa (por si hiciera falta) para una celebración apartada de tópicos, despojada de tanta ceremonia y solemnidad que arruinan cualquier manifestación colectiva pública.Más tarde, otras historias y, al final, la popularidad y el acartonamiento, acabaron por apuntillar la autenticidad de esa celebración. Algo así sucedería también con fiestas que en origen fueron espontáneas y hoy son mera liturgia y aparato oficial. Quizás el propio Watusi se funda en sí mismo como una bella estrella fugaz, o quizás triunfe momificándose en alguna concejalía y agostándose lenta pero inevitablemente. Pero por ahora disfruten, mientras el aire fresco la insufle, de los días del Watusi y agradézcanles a todos ellos (Yago, gracias) poder asistir al parto natural, sin cesárea, de una tradición.

lunes, 15 de agosto de 2016

Disfraces



 
Con indolencia veraniega, ojea uno las páginas refrescantes del periódico, las de las verbenas y fiestas populares, que van cayendo como perseidas, y se topa con gente disfrazada de romano o de medieval, dependiendo de cómo se aten la cuerda en torno a la sábana o la colcha con que se cubren. Y con mercadillos de productos romanos o medievales, dependiendo del tipo de letra, capital o cursiva, que luzcan los rótulos de sus tenderetes.
Salvo en contadas excepciones (en Vegas del Condado recrean los años de la posguerra, como si se añorasen), Roma y el medievo se han convertido en las imágenes especulares de nuestros pueblos, en una suerte de Edad de Oro dorada descafeinada y de falsete a la que cabe remitir cualquier gloria pasada, cualquier orgullo pretérito de esos. Como si no hubiera otras épocas históricas, o las demás fueran peores o más vergonzosas. Péplum o cronicón. Bien es cierto que se trata de Romas y medievos de capirote, entregados a arquetipos y caricaturas, un Astérix por aquí y un Capitán Trueno por allá, pero no lo es menos que todos los gobiernos de los territorios del país, regiones, autonomías y comarcas, han escogido también esos períodos, en especial la Edad Media, como una suerte de mitología identitaria improbable, y de ellos extraen aquello que les interesa (y que casi nunca es auténtico o verídico), dejando en la cuneta aquello de lo que nadie podría sentirse orgulloso. Se comportan como en las verbenas y fiestas: interesa la juerga, no lo serio. Para ganancia de mercaderes y promotores, por supuesto.
También debe de haber algo, una especie de acto fallido freudiano, en la elección de épocas determinadas para tomarlas como modelo, en demérito u olvido de otras. Quizás por ser tan lejanas, comprometen menos. Tal vez por haber adoptado formas de leyenda, prescinden del rigor y la duda que resultan de toda retrospectiva sensata. Pero, no estando de fiesta, en esos simulacros hay trampa. Y caemos en ella con demasiada alegría.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 13/8/2016)

domingo, 7 de agosto de 2016

Fotografías



 
De tanto hacerlas, da la impresión de que hemos olvidado en qué consisten, que las carga el diablo, que es preferible ver las cosas a creer que las apresamos a través de una pantalla para luego retocarlas, porque la realidad no está a la altura de lo que esperamos de ella. Cuando eran costosas, y trabajoso llevar el equipo, al menos respetábamos los códigos del medio. Ya no, ahora hay otros. Y nos encontramos por doquier en esa postura entre risible y ceremonial, una especie de clérigos en medio de una liturgia, en un alzamiento que, en lugar de cáliz, usa el nuevo ídolo, el móvil. Y proliferamos: en las salas de los museos, torciendo el cuello para aparecer con la obra que nos gusta y aire de forzada complacencia, en monumentos populares o exóticos que descubrimos cual mediterráneo, al filo de barrancos y en la orilla de playas cuyo primer plano son unas rodillas desnudas o una bebida refrescante. Nos tomamos instantáneas borrachos, travestidos, graciosos o acrobáticos, solos o en manada, olvidando que los recuerdos deben filtrarse para resultar soportables y convertirse en mitificaciones de un pasado que nunca existió y para cuya edulcoración tales pruebas son contraproducentes. Ya no podremos decir que lo pasamos bien, pues esa falsa sonrisa o ese rostro congestionado lo desmentirán.
Nos aseguramos de que estuvimos en un lugar porque obtenemos una fotografía, un documento, la prueba testifical de esa ocasión pasajera. Y sin embargo no es así. Entregamos a las imágenes la cualidad probatoria de una vida que no vivimos sino para documentarla y exhibirla, pues no otra es nuestra intención que obtener esa imagen, especular y falsa, como todas. De tanto hacerlas, me da la impresión de que hemos olvidado que capturan nuestra  alma, como creían los indios navajo, y no hacen con ella sino acartonarla, virarla al sepia mientras los colores de la foto continúan luciendo en una biografía que no es la nuestra, aunque la aventemos a los cuatro vientos.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 7/8/2016)