Han perdido las elecciones,
aunque lo disimulen exhibiendo un triunfo que ni ellos mismo se creen, más que
pírrico, ridículamente inútil; y algunos bajen los ojos y se aferren en
silencio al butacón. No se dan por aludidos, se diría que no va con ellos. Nos
piden el voto fingiendo mimarnos esos días en que estamos “llamados” a las
urnas, recordándonos que participemos en el sistema que nos garantiza derechos
inalienables como si fueran ellos quienes los garantizan, sin acordarse de que
somos nosotros, todos nosotros, quienes los hacemos posibles y les encomendamos
a ellos su custodia. Soslayan que si ni siquiera votamos la mitad de nosotros,
están fracasando estrepitosamente y deberían irse. Aún así, se pasman cuando
contemplan su descalabro sin entender que exista más diversidad que la que cabe
en su cada vez más angosta y rancia perspectiva de aparatos destinados a la disputa de miserables partículas de poder.
Y se preguntan qué misterio se oculta tras ese fracaso.
Buscan líderes. Tipos bien
parecidos con la mandíbula apretada, mujeres decididas con semblante templado,
como mirando a un horizonte que los demás no distinguiremos salvo reflejado en
sus ojos duros, de esmalte. Buscan dirigentes con eso que llaman carisma, un
resorte acomplejado de quienes creen que alguien puede ser más que alguien
aunque no haga más que los demás; una manera de denominar a la victoria en un
ámbito de la vida más ceñido de lo normal a las veleidades de la diosa fortuna.
Buscan líderes férreos capaces de aplastar al adversario con la mera exhibición
de su aplomo y un verbo lapidario y capcioso. ¿Quién podrá ser ese elegido de
los dioses que los hombres elegirán? ¿Cuál es el ingrediente con que deberá
contar?
Y de repente se nos muere
Alberto, Albertón. Y nos damos cuenta
de que nos ha hecho un último servicio, pues esas cuestiones parecen
respondidas. Falta alguien a quien confiar nuestro voto, nuestra
voluntad en democracia. Falta alguien de confianza. Como Alberto.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 31/5/2014)