domingo, 29 de mayo de 2016

Nitidez



 
Desde las horas de vigilia hasta aquellas que destinados al ocio más elaborado, abarrotamos nuestro entendimiento con imágenes, abusando del predominio que hemos conferido al sentido de la vista hasta saturarlo de una infinita amalgama de iconos, saqueados en el baúl sin fondo de la historia de la cultura como si de saldos de mercadillo se tratara. Llega así un momento, ya casi cotidiano, ya casi convertido en anhelado aturdimiento, en que no vemos nada. Un instante, ya no liberador, sino tedioso, en que nada nos ofende ni nos seduce, pues sencillamente estamos sofocados y no somos capaces de cerrar los ojos.
Por eso, cuando el milagro sucede, resulta más inopinado y prodigioso. Lo buscamos en un museo, en uno de esos lugares que -en teoría- hemos edificado para intensificar la mirada, para enfocar de una manera más nítida y escrutadora cuanto se ofrece a nuestra contemplación con ínfulas de excelencia y autoridad. Pero sabemos que muchas veces no sucede así, y lo que vemos en sus paredes no nos dice nada nuevo, nada interesante, nada notable. Pero en ocasiones sí. Y he aquí una de ellas: cuando todo el mundillo cultural espera con impaciencia la exposición temporal del centenario de El Bosco (que seguro será magnífica), el Prado, discretamente tal vez, concluye la dedicada a Georges de La Tour, el pintor francés coetáneo de Velázquez que retrató mejor que ningún otro la intimidad brotada de la trémula luz de una vela o de la modesta cadencia de un músico callejero. Entre Caravaggio y Cézanne, persigue el fulgor de lo sólido.
Excepcionalmente, esta recomendación es doble, porque a escasos metros, el Museo Thyssen expone a Andrew y Jamie Wyeth, las vidas de dos generaciones dedicadas a entender el mundo gracias a su representación pictórica; con ellos, el adjetivo “realista”, que suele etiquetarles, quiere decir mucho más. Queda poco tiempo pero aún es posible: hasta el 12 y 19 de este mes de junio, respectivamente. Vayan a verlas, recuperen la vista.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 28/5/2016)

domingo, 22 de mayo de 2016

Musealia



 
Ahora que acabamos de celebrar su Día internacional, se me ocurre que, pese a que parezca que ya exponen de todo, aún quedan cosillas que podrían y deberían estar en los museos, y hasta un museo nuevo se antoja deseable. Los presidentes de la Patronal, por ejemplo, merecerían ocupar vitrinas estancas y, a ser posible, insonorizadas. Lástima que algunos estén en la cárcel, que es como un museo pero en el extrarradio. El de ahora, con ese peinado a lo gentleman rural de vetustas haciendas y rentas, nos proporciona además la frase que podría ilustrar su propia exposición: "el trabajo fijo y seguro es un concepto del siglo XIX, ya que en el futuro habrá que ganárselo todos los días”. Perfecto para la sala prehistórica. Aunque también vale como obra de arte. Arte bruto, concretamente.
En la sección de culturas foráneas cabrían sendas estatuas aupadas en altas peanas: el señor Maduro con su chándal de colorines, cuyo tejido liviano daría ocasión al clásico estudio anatómico de paños mojados y a un contraposto praxitélico. Con su donaire, sólo él logra que cualquier gobierno (hasta el nuestro) parezca mejor: Stendhal se conformó con menos. Frente a este Apolo, en teatral y museístico contraste, il pensieroso Donald Trump, con el tupé nimbando su ceñuda frente: alegoría de lo inverosímil.
Y, por último (la lista es larga, este espacio corto), en la “sala púnica” podría habilitarse una rotonda con mucho dorado, mucho mármol y muchas lámparas, donde disponer una galería de retratos de los barberás, granados y demás próceres y patricios, acompañados de una serie de lienzos con panorámicas de esas urbanizaciones que son la performance endémica de nuestra historia contemporánea. Como vídeo didáctico, un capítulo de “Cuéntame”. Visitaríamos “una institución sin fines de lucro, al servicio de la sociedad, que expone y difunde el patrimonio material e inmaterial de la humanidad con fines de estudio, educación y recreo”, tal como reza la definición canónica de museo.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 21/5/2016)

domingo, 15 de mayo de 2016

Persiana



 
Cuántas páginas de periódico ocupan ocurrencias que al final acaban en nada; cuántas se refieren a anuncios de novedades que se disipan como humo gris y de los que nadie rinde cuentas, ni el que lo prendió ni el que lo aireó tan a la ligera; cuántas se prestan a las fotos del corte de cinta y cuán pocas al día a día, donde se cuecen las noticias que en el mundo hay. Y casi ninguna, por supuesto, a los finales, a esos momentos tristes y apretados en los que toca hacer balance y cosechar un amargo desdén. En silencio.
Pocas fechas antes del Día de los Museos y el mismo en que se anunciaba en gruesos titulares que el Palacio de Congresos costará ocho milloncejos más, pasaba desapercibido el cierre de un centro cultural que ha servido juiciosamente a los leoneses durante casi una década: La Casona de la Fundación Carriegos. Este inmueble, casi único ejemplar del estilo déco en León, sede además del aula dedicada a Victoriano Crémer, único espacio real del tan cacareado “León de los literatos”, ha echado la persiana esta semana. La mala prensa y las estrecheces del propietario han silenciado el acabose de este espacio cultural, salvo para hurgar en ese declive. No negaré la mayor, por supuesto, pero cabría juicio menos esquivo siquiera de esta aportación al panorama de la cultura local que se liquida sin consideraciones ni lamentos. Se trató de un edificio que pudo derribarse y se mantuvo, se restauró, se abrió al público, se musealizó y se explicaba gratuitamente, dio cobijo a más de una treintena de exposiciones de artistas locales y forasteros, favoreció estudios e investigaciones y fue visitado por casi quince mil personas, muchas de ellas en grupos necesitados de especiales atenciones y… qué más da. Por fortuna, quizás el edificio aloje enseguida una institución cultural y social de la que se han hecho eco ya los titulares, prestos al alborozo de lo nuevo. Quizás el tiempo juzgará mejor cuánto se hizo sin obligación. Quizás. Cuando ya no importe.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 14/5/2016)

domingo, 8 de mayo de 2016

Conticinio



 
Hay un regusto a cosa perdida y recobrada en dar con nuevas palabras, sobre todo si nos brindan una exactitud de cirujano para nombrar algo que mencionábamos con un merodeo verbal. Conticinio. Según el diccionario solo tiene una acepción, delicada, precisa y sobrada de explicaciones: el lapso de la noche en que todo está en silencio. Todos lo conocemos. Es aquella hora terrible para los enfermos y los insomnes, aquella en que todo cambia para los primeros, en un sentido o en otro, aquella en que todo se detiene para los segundos, en todos los sentidos. La palabra sirvió para el obligado mutismo de las noches castrenses; el momento lo elegían los maleantes para sus fechorías y los amantes secretos para sus citas, lo prefieren los fantasmas que llevamos dentro y es justo el tiempo que transcurre entre el ladrido desesperado de los perros cuando algún gato corteja la oscuridad y el canto perturbado de los pájaros que se disputan las primeras luces. En medio de esa afligida serenidad, el día se pliega sobre sí mismo y se barrunta el giro del orbe sobre sus goznes corroídos.
Y, sin embargo, pese a tratarse de una hora inadvertida y, de tan tenue, apenas gustada, quizás sea una de las esenciales. Algunos instantes se le asemejan: el mutismo repentino e inexplicable en medio de una conversación animada, la turbadora paz que antecede a la tormenta, la parte primordial de algunos ritos… Pero en general, afeamos el silencio constantemente con catervas de ruidos, voces y melodías reproducidas por aparatos que lo mancillan en un puro aturdimiento. Aborrecemos la calma como si fuera sinónimo del aburrimiento al que hemos convertido en enemigo a batir, ignorando su función de contraste, su fertilidad intrínseca. Irrumpimos en los lugares sosegados para colmarlos de nuestra presencia en lugar de dejarnos invadir por su quietud y su templanza. Conticinio; la hora en que el mundo descansa de nuestra agobiante presencia, la hora en que volvemos a ser parte de él.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 7/5/2016) 


lunes, 2 de mayo de 2016

Shakespeariana



 
Al final, todo habrá de resolverse durante el sueño de una noche de verano. El Macbeth de la coleta, receloso de todos y presto a alcanzar el dominio que de su gracia espera y cree merecer, no teme que el bosque de Birnam alcance su ciudadela: su estirpe es única. Pero el Garzón rey Lear titubea: ¿entregará su frágil trono a quienes afirman una fidelidad esquiva o mantendrá la suya propia a quienes le estimaron aunque fuera humildemente?
“Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo”, implora Albert III de la Rivera, en medio de la refriega sin saber muy bien hacia dónde dirigirse, cuál será el sentido de la derrota y de la victoria, cuál será ese, su bando. Por su parte, Sánchez suplica que de la libra de carne que han de arrancarle no mane demasiada sangre. Eso sí, Sánchez y Rivera, amantes veroneses, parecen haberse envenenado dulcemente con vehementes relaciones: difícil será verificar esos tratos frente a la inconstante Luna, ante capuletos y montescos desde siempre erizados contendientes.
Mientras todos parecen culpables de algo, Rajoy el hipocondríaco ora toma la calavera de su Yorick (Rafael Hernando), ora se pregunta si será o no será, una vez más. Evita el espectro en que se ha convertido su padre (Aznar), y aunque algo (mucho) huela a podrido en Génova, no se decide, rumiante de su propio tancredismo. Mientras se representa la ceremonia de la confusión, no son pocos los que consideran que quizás sea mejor así, pues si se moviese, daría en acabar con todos, con él mismo y hasta con el apuntador (Bárcenas). Su Ofelia particular acaba de publicar un libro en el que dice que no se calla. Más valdría.
Pero eso son tragedias. Y sin embargo, la comedia de las equivocaciones es estupenda: trabajos de amor perdidos, mucho ruido y pocas nueces, a buen fin no hay mal principio, las alegres comadres de Windsor… Todo está ya dicho. Y todo acabará en el sueño de una noche de verano, la del 26 de junio. Volviendo a empezar, con otra Tempestad.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 30/4/2016)