lunes, 26 de octubre de 2015

Otoño


La llegada del otoño despierta afanes de amontonar testimonios, tomar fotografías, grabar lo mudable, que ahora nos asola con mayor crudeza. Se trata de una pretensión que intento reprimir, por supuesto. No pretendo convertir pedacitos de formidables ocasos y bosques ahogados en verdes y dorados rutilantes en imaginería metafórica; soy consciente de la ciclotimia de ese atrevimiento, acto reflejo y suerte de inventario de lo que sucedió y lo que no llegó a suceder en el último verano. Esa estación, remota ya, que no fue tan reluciente ni tan alegre, pero a la que el otoño vuelve un edén inalcanzable y necesario. Un paraíso más al que es imposible regresar, aunque pretendamos retenerlo con instantáneas nostálgicas, pesarosas e inútiles.

De todas formas, no siempre logro sustraerme a la tentación, y finalmente, cada otoño deja tras de sí partijas inéditas y vagamente sentimentales, ilustraciones intercambiables de las mismas campiñas desfallecientes, las mismas alegorías vesperales, el rescoldo de idénticos y voluntariosos propósitos cuyo inmediato malogramiento les hermana con esa época luminosa que se acaba de cancelar, sin más ceremonia. La llegada del otoño me incita, eso tengo que agradecérselo, a prescindir de hojarascas, pompas y circunstancias, de diatribas sobre una actualidad cada vez más altisonante y más hueca… Cuando siento el mordisco húmedo y frío de la última estación del año, me asalta una ecuanimidad flemática a propósito de las pérdidas y su significado. Sobre todo aquello que no podrá fotografiarse, retenerse, recordarse. Con las primeras heladas de esta tierra que suspira como un bóvido tendido, enorme y manso, el silencio empieza a cobrarse su peaje sin sentido. Nos mira y hasta posa para que lo retratemos; pero nadie lo hará. Entonces, justo cuando el número de hojas caídas de los árboles iguala al de las que aún se sujetan a las ramas, decretan atrasar los relojes y el invierno se desploma sobre tanta añoranza, haciéndola añicos.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 24/10/2015)

lunes, 19 de octubre de 2015

Matrix



 
Cuando la ficción, y absurdos déjà vus comienzan a convertirse en realidad, es hora de echar a correr hacia una cabina telefónica (¿quedan cabinas telefónicas?) y llamar a Matrix. Pongo un caso. Antaño, si encontrabas a alguien en posesión de una de esas revistas con chavalas en paños menores (o sin ellos), se bromeaba: ¿la compras para leer los artículos de fondo, eh? Bien, pues Playboy a partir de ahora no publicará desnudos, se venderá con el reclamo de esos textos (¿tenía texto?) que acompañan a las fotos desplegables. Hugh Hefner que estás en los cielos (y en albornoz)…
Pongo otro. Desde que se convirtió en famoso y avieso ministro de los caudales, Montoro ha sido asociado al huraño dueño de la central nuclear de Springfield, el señor Burns. Monty Burns no suele conceder entrevistas, pero a veces suelta los perros… No digo más. Y la cosa no para ahí. Al arzobispo de Valencia, su-señor Cañizares (¿monseñor? anda ya…), le debe gustar la arqueología y se comporta como un fósil. Del paleolítico más inferior. O eso, o prepara un Auto navideño y él hace de Herodes. Tiene curro, el pontífice argentino, y suben las acciones del mate… Sigo. Para parecidos irrazonables el del President Mas y su proverbial antecesor Lluís Companys. No hay color. Mas lo intenta, pero no llega a ser el homo successor que le gustaría por mucho que se rasgue el Armani con los cuatro dedos sangrantes. En el “Museo de la evolución política” ilustra una reculada a la altura de cualquier trilobites.
Ahora que sabemos que el coche fantástico era un Volkswagen y que el Gran hermano Kim Jong-un aún no ha sido expulsado de la casa, no es de extrañar que un día de estos el (¿mon?)señor Cañizares aparezca en la portada de Playboy, incluso vestido. O que Montgomery Burns se presente por Ciudadanos. Lo dicho: voy a llamar a Matrix, que seguro que comunican y tengo que quedarme aquí, perseguido por tíos de traje negro con su flash neuralizador para provocarme una amnesia y que les vote. Uf.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 17/10/2015)

martes, 13 de octubre de 2015

Repetición



 
Tienen nuestros ediles la maniática costumbre de meterse a arreglar lo que no está estropeado, y “retocar” aquello en cuyo sensible equilibrio reside su mérito. Hace muy poquito, cuando el dinero fluía, las calles de las ciudades parecían la isla del tesoro tras el paso de los secuaces de John Silver, y los ciudadanos sorteábamos socavones, zanjas y vallas como quien participa a su pesar en una disciplina olímpica típicamente hispana. Y todo ello para convertir los centros históricos de las ciudades en escenarios intercambiables, rayanos en la simpleza. Se talan árboles, se arrancan bordillos lustrosos y se pavimentan hasta los alcorques con la excusa de peatonalizar, cuando bastaría una mera señal de tráfico. Es otra cosa: es hacer otra ciudad, una más señoritinga y gris, más vulgar, más mediocre, relegando los barrios a una subsistencia menesterosa y arrinconada. Si le añadimos la proliferación de “dotaciones”, esos empeños faraónicos que siguen lastrando presupuestos que no dan para pagar sueldos, el retrato de nuevo rico antojadizo y un punto hortera se completa.
No en vano nuestra historia urbanística acredita como las ciudades mejor conservadas aquellas que antaño no tuvieron dinero para destruirse a sí mismas. La pobreza fue un agente conservador, pues al menos solía ser digna. Pero ahora, pese a tanta restricción y austericidio, ese prurito no cesa. Y, en León, le ha tocado a la Plaza del Grano, quizás el más auténtico rincón de la ciudad, precisamente por haber permanecido indemne, inasequible a tanta moda fatua. Es una plaza incómoda (como muchos monumentos), vetusta, humilde, popular... tan hermosa. Y pese a las explicaciones previas, uno mira las obras cercanas, los resultados a la vista y por eso se pregunta ¿qué necesidad hay de emprender esa remodelación, esa “reparación”? ¿Por qué tocar lo que ha conservado sus virtudes precisamente por no haber sido manipulado? (Esto ya se publicó aquí con el título “Remodelación”, el 11/01/2014).
(Publicado -por segunda vez- en La Nueva Crónica de León, el 10/10/2015)

martes, 6 de octubre de 2015

Sentencias



 
Nacer en un determinado lugar no conlleva mérito alguno. Ni orgullo, ni oprobio, ni demás enardecimientos. Ser de un sitio es cuestión de azar, nada cuenta la voluntad al principio, poco el deseo al cabo. Aunque se haga el bachillerato en un lugar geográfico, la nación de uno la componen quienes sintonizan con nuestra forma de ver el mundo, estén donde estén. Se trata de una nación etérea, desperdigada, infiel.
Vivir en un mismo lugar, por dilatado que sea el período de tiempo, desarrolla los cauces del ensimismamiento. Vivir errante, los de la concentración. Quien afirma que lo de aquí es mejor que lo de allí sólo exhibe ignorancia de lo de allí. Y de lo de aquí. No hay tierra mejor que otra, aunque sí la hay más mancillada. Cuando la tierra ha sido ultrajada, son los hombres quienes cargan ese oprobio; las naciones, más concretamente.
De la misma manera que uno no es responsable de los actos de su padre, poco puede sentirse orgulloso de los hechos históricos. Todo lo más, avergonzado. Como sucede con los dioses, banderas y símbolos son objetos inertes con los que hacemos lo que nos viene en gana. No  van a contrariarnos, no nos decepcionan, ni nosotros a ellos. Son otros quienes lo hacen: contra ellos alzamos banderas y símbolos, y dioses. El nacionalismo (como la religión) en su forma colectiva ha provocado básicamente enfrentamiento e incomprensión a lo largo de la historia. En su forma individual, supone un sucedáneo de camaradería que resulta lenitivo para individuos poco exigentes. En su forma radical, llega a tornarse una suerte folclórica de racismo. A menudo, no tan folclórica.
El nacionalismo huye de definiciones y explicaciones, pues cuando las da, germinan nuevos nacionalismos que no están de acuerdo con ellas. El nacionalismo no da de comer (salvo a los que lo lideran), y no resuelve problemas, los desatiende. Regionalismos, y otras formas depauperadas, son igualmente ridículos. Son opiniones, cada cual tendrá las suyas: su nación.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 3/10/2015)