Cataluña es una nación (esto ya lo he escrito otras veces). Es posible
que no lo sea para usted, pero eso no importa mucho. Importa que lo es para un
número de catalanes suficiente como para tomárselo muy en serio. Y que otro número
también muy considerable quiere que esta sea ocasión para formar un nuevo
Estado, incluso para que sea independiente. Y ya se sabe que las cuestiones no
desaparecen con ignorarlas o hacerlas de menos, como hace el gobierno de España.
Así, normalmente, sólo empeoran.
Y vista de esta manera, la cuestión es si ha de ser una nación hermana
o un miembro repudiado de la familia que acabará por irse de casa. Si las leyes
van a comportarse como un rígido y asfixiante corsé o como un “marco” -ese
tópico habitual para referirse a ellas-, que cobije la realidad y se adapte,
por tanto, a su extensión y características. Si los pueblos van a hacer valer
su usual sensatez o prevalecerá la ineptitud congénita de la derecha que se enroca
en presupuestos vetustos y autistas o la caza de réditos políticos inesperados
para cierto independentismo. Si las cosas se van a hacer a las bravas y en el
peor escenario posible o se pueden hacer mejor. En definitiva, si esto va a ser
una oportunidad o un problema. Una oportunidad para redefinir unas relaciones tantas
veces tirantes y ahora turbias y enturbiadas a posta -¡qué oportunidad perdida
aquel estatut!- y convertirlas en
algo de lo que podamos enorgullecernos. Una oportunidad para mostrar que
sabemos convivir y solucionar los enfrentamientos. Una ocasión para demostrar
inteligencia, no para exhibir cerrazón.
Y sí, quizás usted tenga razón si piensa, muy sensatamente, que este
es un asunto utilizado como cortina de humo para ocultar problemas más
acuciantes. Pero sí es así, pregúntese: ¿cortina sólo para unos o, también para
quienes poco o nada hacen por resolverlo? Y, si no es tan grave, ¿por qué no lo
zanjamos de una buena vez mirándolo de frente, y a otra cosa? Que ya va siendo
hora...
(Publicado en La Nueva Crónica, el 21/12/2013)