domingo, 28 de septiembre de 2014

Molienda



Hasta hace poco tiempo, respecto a las iniciativas culturales de la provincia podía argüirse el tópico reivindicativo de que el sur también existe. Frente al orgullo que los leoneses encauzan a su variado occidente y al montañoso norte, sus mediodía y oriente sedimentarios languidecían entre cierto recelo fronterizo o, simplemente, un desdén tal vez irreflexivo. Sin embargo, las cosas cambian y este verano han dado señas. Desde el valle del Porma, la iniciativa privada sigue destellando en Cerezales (donde se amplía el proyecto de Antonino y Cinia) y ha descendido a Santibáñez, ya se habló aquí. Pero hace pocas semanas retoñó, ahora en lo público, con la harinera de Gordoncillo, en el ápice sureste de la provincia.
Acudí a conocerla hace unos días, un poco con la aprensión que su pomposo nombre me producía: MIHACALE, Museo de la industria harinera de Castilla y León. Pues bien, esa es la única pega, fácilmente corregible, por otra parte. En las antaño modestas harinera y panera de esa pequeña localidad se ha encarnado el sueño de un alcalde con nombre y actitud de patricio romano, Urbano. Si a ello se le añade el tesón de un equipo que parece haber trabajado en silencio y con tino, y la sabia e infatigable disposición de Javier Revilla,  referente de la experiencia, el apoyo de la diputación y otro puñado de artistas para la inauguración, y, sobre todo, un resultado a la escala sencilla pero sólida del lugar, tenemos un ejemplo a seguir en el punto cardinal y emocional menos presumible de nuestra geografía cultural. Sea de enhorabuena.
Ahora falta que tomen nota localidades de mayor tronío, antaño llamadas a grandes asuntos relacionados con su maltrecho pero soberbio patrimonio, malbaratados en disputas y titubeos. Caso de Sahagún, por poner uno, que se empeña ahora en acoger Las Edades del Hombre, como si tal propuesta no fuera ya, por desgracia, una mera fuente de fatuos titulares y fotografías de los prebostes de turno. Así no; como en Gordoncillo.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 27/9/2014)

domingo, 21 de septiembre de 2014

Tradición



 
Hubo una época, cercana en el tiempo pero casi tan remota en lo anímico como el imperio macedonio, en que invocar la tradición equivalía tanto menos que mentar a la bicha, un acto de traición, retrógrado y cutre. La tradición debía ser transgredida, ignorada, vencida y, al fin, apartada al altillo de los trastos viejos. La tradición olía a naftalina y sabía acre, sentaba mal al cuerpo y a la mente. Hemos dado otro golpe de péndulo y en nuestros días por todas partes se escucha eso de “como manda la tradición” tal que fuera un argumento de peso, una verdad incontestable, el definitivo aval de cualquier tropelía o bufonada del pasado. Como si edades medias de cuento de hadas fueran los referentes para todo.
Porque, seamos sinceros: las llamadas tradiciones servían a sociedades ya desvanecidas y sólo en ellas tenían el sentido colectivo que calentaba la sangre en sus venas. Y no eran conscientes de sí mismas como tales “tradiciones”. De ahí su deriva actual hacia cierta empalagosa nostalgia o a gestos folclóricos amojamados de un colorismo sepia y, en demasiadas ocasiones, de una rancidez casposa, subvencionados las más de las veces para propiciar ingresos turísticos de extraños y, otras, para disfrute (algo cafre a veces) de propios. Y así nos va.
Si no, no se entiende que los poderes públicos promuevan torturas animales que despiertan en nuestros paisanos actitudes de cabestros... Que hasta procedan a ampararlas legalmente, mientras dejan a la mayoría de la cultura viva o en gestación (la que afortunadamente tardará años en convertirse en fósiles tradiciones) en una caída libre y fulminante, mermada por las cargas fiscales o ignorada por la promoción administrativa. País de extremos. Puede que la tradición no sea una antigualla inútil, pero tampoco es un argumento. Es un fardo que hay que sobrellevar con elegancia y civismo y, de vez en cuando, sobre todo si no se soporta su peso, soltar al pie de la cuneta para seguir caminando con determinación.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 20/9/2014)

domingo, 14 de septiembre de 2014

Dinosaurio



No son pocas las veces en que, con ocasión de alguna “polémica” más o menos intensa, uno acaba por preguntarse qué tiene la arqueología que tanto molesta, qué defecto le escolta que tanto ofende, a diferencia de lo que sucede con otras disciplinas humanísticas, llamadas a la palestra sólo para anunciar buenas nuevas. De dónde esa saña. Sin malicia, uno quisiera pensar que se trata de su capacidad de sorprender, de cuestionar el orden asumido en el relato histórico, pues con frecuencia sus hallazgos desmenuzan las rancias versiones míticas que se ofrecen alegremente acerca de nuestro pasado, gracias a la letra apretada y pequeña de la cruda realidad, esa que vulgares objetos tornan verídica. Pero no sólo es eso. La mayoría de esos conflictos nacen del enfrentamiento entre sus vestigios materiales y los que proyecta nuestro presente. Como si fueran incompatibles. O, más bien, haciendo que lo parezcan.
Aflora algo, inopinado o previsto, y ya tenemos servido el enfado y la diatriba. Hasta los años ochenta, ese comportamiento era lógico, aunque retrógrado: como el país entero. En los noventa, poco justificable, cuando no turbio. Pero en lo que llevamos de siglo apesta a improvisación, chapuza o cosas peores. Además, se puede entender (otra cosa son sus consecuencias) que algo o alguien se trastorne por un hallazgo imprevisto, por la fortuita aparición de algo inadvertido, para lo que suelen alzarse numerosas reticencias, mitad temerosas mitad acomodaticias. Gestos pacatos. Ahora bien, que tales escandaleras sucedan por causa de yacimientos conocidos y a veces tan reconocidos que hasta son legalmente monumentos, suena a subterfugio o evasiva, excusas para la torpeza, la desidia u otros inconfesados asuntos. Así es que, por favor, dejen de atribuir a Lancia los retrasos de una autovía, o a La Edrada el bloqueo del cementerio de Cacabelos. Y etcétera. Porque, como el dinosaurio de Monterroso, ya estaban ahí cuando despertamos. Y de eso hace mucho tiempo.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 13/9/2014)

domingo, 7 de septiembre de 2014

Vanidad




Querido amigo: Días atrás, entre cervezas, discutíamos sobre el impulso que arrastra mis columnas (y las de tantos otros) hasta aquí. Pecuniario no, pues no me pagan. Así que, concluías, era vanidad, pura y simple y vana gloria. Sólo así, razonabas, cabía entender su esmero (la de cal), aunque encaminado a la busca de un reconocimiento, una presencia social, una presunción, al fin, por modesta o legítima que sea (la de arena). Cosa que cuestionabas. No en sí misma, sino por un comprensible instinto gremial y de defensa del trabajo retribuido…Razón no te falta. Pero, por supuesto, yo me defendía. A nadie le gusta ser tildado de vanidoso, aunque tener vanidad no lo sea. Pero discutíamos entre cervezas y no hay nada mejor. Argumentaba que escribir me agrada, pero que, por desgracia, carezco de disciplina para obligarme a no ser que me imponga un compromiso como éste, que además me da plena libertad de opinión. Y también quiero pensar que comparto con amigos un nuevo medio aún por arraigar. Argumentos prácticos y nobles, pero… vanidad al fin, sentencias.
Y declaro que soy consciente de dónde me esfuerzo, de que los medios dicen su verdad, la que responde a sus empresas e intereses, a veces tan miserables (apartamos, por esta vez, una más, la crítica a la profesión que tú ejerces). Y que lo soy de la limitadísima difusión de un periódico que aún recurre únicamente al papel. De los minoritarios lectores que llegan a estas frases y de los apenas un puñado que, en el mejor de los casos, sienten interés para acabarlas antes de terminarse el café. Sé de la mutación de la prensa y de sus encrucijadas, de sus renuncias para sobrevivir, de cómo amarillean y de las trincheras que, pese a todo, os adornan. Sé algunas cosas e ignoro infinidad. Y aún así, escribo esta, querido amigo, mi columna más vanidosa, y emano esta ridícula, precaria pizca de vanidad que, como una pompa de jabón, en el instante en que llegue esta frase final, ¡puf!, se esfuma. In ictu oculi.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 6/9/2014)