lunes, 30 de junio de 2014

Mcguffin



 
El mundo entero se vuelve un sostenido mcguffin. Así llamaba Hitchcock a la anécdota de la trama cuyo objetivo consiste en distraer la atención haciendo avanzar la narración principal; un hecho accidental que, de entrada, se ofrece decisivo, pero acaba por olvidarse a causa de su intrascendencia. Es el collar de perlas en historias de rufianes y el documento en las de espías, afirmaba. Pero no había que abusar de ese recurso. Y sin embargo, estamos rodeados de mcguffins cuya carga manipuladora los torna siniestros hasta el punto de que lo sensato, lo relevante, corre peligro de convertirse en el auténtico mcguffin. Cualquier ejemplo vale. En el Mundial de fútbol, enorme mcguffin metafórico y metonímico, la temprana eliminación de España en lugar de restarle punch, lo ha convertido en un mcguffin más puro, más notorio e irrelevante, comme il faut.
Otro caso. La ciudad, en fiestas (ese período mcguffin por antonomasia) se puebla de estos embaucadores artilugios. Pese al trasnoche, a las siete y pico de la mañana la calle Ancha se estremece con los berridos de una elevadora rodante; una tarasca mecánica coloca y riega geranios en los balcones de vecinos sacudidos en su reposo. Mientras, las baldosas crepitan, la ciudad se cae a pedazos, las obras del Palacio de Congresos siguen y el Emperador se vende barato. Un mcguffin de libro. Y así todo el día... Al atardecer abren casetas de feria con suculentas tapas frente a la asociación de caridad que da de comer a los desheredados de la ciudad. Nada raro: si usted hace una barbacoa con los amigos en estas fechas, seguramente aparezca en el programa de fiestas.
En fin, llega el verano -gran mcguffin- y me encuentro un poco perdido con tanta evasión y triquiñuela narrativa, no le pillo encaje en la antigua ilación de las cosas. ¿No les sucede a ustedes algo parecido? Necesitamos un mcguffin que haga progresar la trama, la escritura, la vida. Uno auténtico y memorable. Aunque luego no recordemos qué fue de él.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 28/6/2014)

lunes, 23 de junio de 2014

Revisión



 

Llegó como llegan muchos inmigrantes, desde un rincón del oriente mediterráneo, pasando primero por Italia. Y vino para trabajar en un empeño de esos tan nuestros, de gente con ínfulas y sin mucho dinero pero gastado en cosas grandes y sin provecho. Allí fracasó, porque no fue entendido o porque simplemente no gustó, y debió buscarse la vida una vez más en otra ciudad, no muy lejos esta vez; una capital meseteña agarrada a un peñasco circundado por un río quieto, ahíta de casas apiñadas con sus blasones imperiales resecos al sol. Inopinadamente echó raíces en ella porque su obra allí sí encajó. Tanto que llegó a ser empresario y sus empleados trabajaron afanosamente para producir muchas de las exaltadas y reconocibles obras que le demandaban por doquier. Apenas las firmaba. Le pagaban mal. Gustó como para convertir en imágenes a una casta que lo escogió como supremo representante de su forma de ver el mundo, una forma alejada de la realidad, de tan sublimada, ilusoria, mística, delirante, ¿falsa?
Sin embargo, a su muerte, su empresa sucumbió con él y pocos siguieron o imitaron su sello personal, relegado a monotonías y estereotipos, fuera de la moda, cada vez más provinciano y segundón. Primero el desdén y luego, el olvido. Hasta que la rueda de los tiempos giró y hubo quien empezó a reparar en aquellas figuras imposibles, aquellos fingimientos, aquellas visiones. Y los creyeron el producto de una mente extravagante; de tan distinta, castiza y genuina; de tan extranjera, absolutamente nuestra. Hasta hubo quien pretendió que aquella originalidad era producto de un defecto, de una enfermedad. Y desde entonces, cada cual ha visto lo que quiere ver, como sucede siempre que, más allá de nombres u hombres, se ha construido un mito a imagen y semejanza de dos épocas, una pasada y la presente. Se llamaba Doménicos. El Greco. Hace cuatrocientos años que murió en Toledo, y este año todas las miradas confluyen una vez más en la suya. Que nunca es la misma.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 21/6/2014)

domingo, 15 de junio de 2014

Selectividad




Ya no se llama así, con esa denominación un poco entre aristocrática y ganadera; selectividad. El afán de cambiarle el nombre oficial a las cosas para que la gente siga llamándolas igual le endosó siglas de esas que nadie descifra: voy a hacer la PAU. ¿Queeeé? La selectividad. Ah. ¿Pero todavía existe eso? Pues sí, aunque de siempre se discuta su supresión y resulte incongruente que examinen a cara o cruz a alguien que no ha hecho sino examinarse a lo largo de años. Pero sigue, impertérrita, otra reválida. Y estos días hubo atascos en las cercanías de las facultades, padres nerviosos llevando a hijos no menos alterados hasta aulas enormes y cóncavas donde se ofuscarán o iluminarán, más según su carácter que sus conocimientos, en un instante que perdurará en pesadillas y congojas de muchos. Aún sueño que se me acaba el tiempo, el papel o la tinta del bolígrafo, que me olvido hasta de mi nombre, que no llevo el carné, que no sé el tema que cayó, que debo repetir o, peor, me quedo a las puertas de una vida que ya no seguirá ese derrotero tan anhelado como azaroso, desconocido.
Pero no es así. La gran mayoría de ellos, que después se derrumban en la hierba del campus con un desparrame de apuntes y la mirada desviada hacia algún chico o chica que pasa cerca, escogerán pronto más años de estudios, aunque aún no sepan siquiera cuáles o no estén seguros de nada. Y mientras abren esa puerta cerrarán muchas otras tal vez para siempre, sin saber si han escogido bien o no, si su futuro se juega ahora o, simplemente, se juega siempre, cada día, en un tablero que no pueden ver, que nadie puede ver.
Son muy jóvenes, y da coraje verlos arrojarse tan rápido a un mundo que sabemos mezquino y taimado, pues ellos no lo son. Al menos aún. Ojalá no cambien demasiado. Ojalá este examen sirva para que comprendan que este tipo de pruebas no sirve, que las pruebas auténticas no se superan en un aula con el tic-tac del reloj sobre sus cabezas y dos opciones, A o B. Ojalá.
(Publicado en La Nueva Crónica de León el 14/6/2014)

domingo, 8 de junio de 2014

Casta




Con furia reaccionan algunos lacayos de la “casta”, calificativo que el líder de Podemos aplica con asiduidad al establishment político y económico del país. Como si fuera concepto y nombre nuevos. Casta. Toda la vida hubo castas, pero precisamente un sistema democrático y social está llamado a diluir sus límites, a cuartear su estanqueidad mediante el aprecio de los más capaces, independientemente de su extracción social, y la protección de los menos favorecidos. Un país en que cada cual tenga oportunidad y un lugar en el mundo: un país del que sentirse orgulloso ciudadano. Ese era el camino, pero la balanza empezó a desequilibrarse hacia los de siempre, alojados bajo la estructura caciquil y nepotista de los partidos políticos y sus camarillas, aliados a la vieja oligarquía del dinero, la misma que lleva gobernando desde que mataron a Viriato. La casta. Esos tipos que, ganen o pierdan elecciones, ahí siguen, imperturbables. Que se aferran a cargos y prebendas a golpe de riñón y de codazos. Que, sin oficio ni aptitud, se alzan con canonjías y las exhiben, impúdicos e irresponsables. Que ni se inmutan cuando oyen lo de casta, porque creen que lo son, de forma natural y meridiana. La finca es suya y hacen lo que les da la real gana. Para el debate están sus palafreneros. Esos que ahora esgrimen la Constitución como si fueran los Principios fundamentales del Movimiento, algo sacrosanto y descendido de los cielos en brazos de la diosa Transición. O como un pimiento del Padrón, que unas veces se cumple y otras no (derecho al trabajo, a la vivienda…). Esta generación no es aquella, señores, y no reverencia pactos que no firmó o votó; los cuestiona y, llegado el caso, los redacta de nuevo. Se llama progreso.
Y ahora se va el Borbón que venía en aquel lote. Una autoridad cuyos privilegios de sangre se heredan y transmiten indefectiblemente. Algo que ni es democrático, ni lógico, ni nada. Pero... un Borbón sale y otro entra; sin más. Porque de casta le viene.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 7/6/2014)