El mundo entero
se vuelve un sostenido mcguffin. Así
llamaba Hitchcock a la anécdota de la trama cuyo objetivo consiste en distraer la
atención haciendo avanzar la narración principal; un hecho accidental que, de
entrada, se ofrece decisivo, pero acaba por olvidarse a causa de su
intrascendencia. Es el collar de perlas en historias de rufianes y el documento
en las de espías, afirmaba. Pero no había que abusar de ese recurso. Y sin
embargo, estamos rodeados de mcguffins
cuya carga manipuladora los torna siniestros hasta el punto de que lo sensato,
lo relevante, corre peligro de convertirse en el auténtico mcguffin. Cualquier ejemplo vale. En el Mundial de fútbol, enorme mcguffin metafórico y metonímico, la
temprana eliminación de España en lugar de restarle punch, lo ha convertido en un mcguffin
más puro, más notorio e irrelevante, comme
il faut.
Otro caso. La
ciudad, en fiestas (ese período mcguffin
por antonomasia) se puebla de estos embaucadores artilugios. Pese al trasnoche,
a las siete y pico de la mañana la calle Ancha se estremece con los berridos de una elevadora
rodante; una tarasca mecánica coloca y riega geranios en los balcones de
vecinos sacudidos en su reposo. Mientras, las baldosas crepitan, la ciudad se
cae a pedazos, las obras del Palacio de Congresos siguen y el Emperador se
vende barato. Un mcguffin de libro. Y
así todo el día... Al atardecer abren casetas de feria con suculentas tapas
frente a la asociación de caridad que da de comer a los desheredados de la ciudad. Nada raro: si
usted hace una barbacoa con los amigos en estas fechas, seguramente aparezca en
el programa de fiestas.
En fin, llega el
verano -gran mcguffin- y me encuentro
un poco perdido con tanta evasión y triquiñuela narrativa, no le pillo encaje
en la antigua ilación de las cosas. ¿No les sucede a ustedes algo parecido?
Necesitamos un mcguffin que haga
progresar la trama, la escritura, la vida. Uno auténtico y memorable. Aunque luego no
recordemos qué fue de él.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 28/6/2014)