La televisión a menudo acoge fuegos fatuos, pero también
suele convertirse en una suerte de pira funeraria. El verano, por ejemplo,
comienza con dos retransmisiones de tono crepuscular: el Tour de Francia y los
encierros de San Fermín. Ambos acontecimientos convocan mundos que agonizan. Por
ese motivo, de ambos interesa cierta literatura elegíaca, lo que se dice de
ellos a título póstumo. No siendo aficionados, disfrutamos con las necrologías
que los glosan, con ese aire épico y algo montuno que los convierte en una
odisea acontecida a las cinco de la tarde. Léxico que desconocemos y sentidos
que se escapan en su plenitud componen, en boca de buenos narradores versados
en el tema, la cualidad de un cantar de gesta. Pero no es suficiente, por
supuesto. También gustan las crónicas bélicas o la novela negra.
Hace años que el ciclismo gestiona sus sombras y se cimenta
sobre el firme resbaladizo y empinado de lo callado acerca de los triunfos de los
titanes de antaño. Y las carreras callejeras de mozos y bóvidos, contra lo que
pudiera parecer, certifican el declive inapelable de las corridas de toros. De
hecho, vemos en el encierro todo lo contrario, la ocasión en que los posibles heridos
participan voluntariamente.
La “fiesta nacional” pertenece a una nación que se desvanece.
Y sin embargo, hay quien se empeña en su defensa, incluso gastando dineros
públicos. Argumentos como el de la tradición tienen la misma utilidad que un
reproductor de cintas VHS. Las tradiciones cambian, mueren, desaparecen; y si
no lo hacen a tiempo, se convierten en barbarie, zafiedad o estorbo. También se
suele recurrir a citar las manifestaciones culturales que, desde antes de Minos
hasta las rave parties de Paquirrín,
ha propiciado la estética taurina. Esto es como pedir la vuelta de los
martirios que relatan las hagiografías católicas. De poco sirve que guste (cada
vez a menos) o que se dulcifique (como en Portugal). Y respecto al hecho de que
el toro se críe para tal fin, y pueda desaparecer en caso contrario, eso solo revela
un tipo de planteamiento hacia tan gallardo animal. Cientos de especies
amenazadas e “inútiles” demuestran que nadie pretendería tal cosa. Al fin, la
ecuación, de tan simple, se resuelve pronto: infligir daño a un ser vivo hasta
la muerte no puede ser un espectáculo. El debate concluye ahí. Ahora solo queda
que concluyan la inercia, las pataletas, la airada y añeja pose de quienes no
entienden el signo de los tiempos, el progreso de los hábitos y de la forma de
pensar. Mientras tanto, puede seguir emocionando que ciertos tropeles corran de
madrugada delante de toros y morlacos en las adoquinadas y curvas calles del
casco viejo pamplonica, pero tal cosa será tan solo el último hálito de una práctica
antaño lucida y excitante, ahora, sobre todo, indigna e indignante. Ya lo resumía El Fary, intelectual
del ramo, con evidencias de peso: el torito guapo tiene
botines y no va descalzo.
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