Las mañanas abiertas en canal
con una saturación de oro bruñido y un frescor primigenio prestos a
desvanecerse sin aviso, pero al mismo tiempo, sin un mero atisbo de urgencia.
Nubes a veces mortecinas y otras gallardas, aventuradas estérilmente contra el destello
despiadado y cegador, triunfante en todo horizonte. Calles como mares en calma,
provistas de la claridad quebradiza de los sueños, olvidadas al paso, al ritmo
de los embates de mareas malogradas por desapercibidas. Tareas absurdas y
paradójicas. A cada movimiento, su contrario, a cada lentitud, su diligencia.
Allí huellas de cosas extraviadas, tal vez perdidas definitivamente; acá, los
indicios de novedades tal vez extrañas, tal vez inoportunas, pero indicios al
cabo. Un catálogo inagotable de insectos, sus zumbidos afanosos, sus
existencias vigorosas y frágiles. Pájaros aturdidos, a medio viaje hacia
destinos asombrosos. Flores y hierbas encendidas por el sol y abrasadas por él.
Arroyos mudos. Pieles curtidas, encarnadas. Gritos de críos, silencios culpables
de anciano.
Las tardes y su cadencia
oleaginosa, su oleaje exhausto, su densidad punzante, febril en ocasiones, hendida
de parte a parte por fastuosos, monstruosos epílogos, atardeceres de una demora
equívoca. Luces como contraseñas, contraseñas como jeroglíficos, enigmas de tan
inocentes e infantiles, herméticos. Promesas. Decepciones. La negrura de la noche. Y, entonces, el
firmamento; como un inmenso cedazo inverso, opaco, sólido y cóncavo atravesado
súbitamente por ráfagas de pura luz radiante y fugaz, mensajes inescrutables de
un dios desafecto y remoto. Fragancias extrañas, irrepetibles y desasosegantes;
y, en lo más hondo, resonancias de una ultratumba tan vaticinada como inocua, heraldos
aún de un mundo otro. Languidez. Verano: el país de la morosidad, la estación
estacionada, estática, la aestas. Y los verbos -todos
ellos-, errabundos, detenidos, prescindibles.
Pero, de pronto, la guerra. Y el verano, en
añicos. Y... maldigo.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 2/8/2014)
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