Lo que es de todos no es de nadie, según el dicho. Pero sí
lo es, y si no se defiende acaba por ser de alguien con nombre y apellidos. Lo
hemos comprobado durante las privatizaciones de lo público, pero se habla poco
de otras, las de lo común. Está de moda la etiqueta de lo común, del procomún, de
la propiedad comunal, que a diferencia de lo público pertenece a una comunidad pero
su administración no se ha delegado o transferido. En León se sabe mucho de
eso. O debería, porque se trata de una de las características acusadas de la idiosincrasia
de esta tierra, tan enaltecida en los campanarios como desatendida en sus
genuinos intereses, los que le confieren un dominio sobre los bienes colectivos
de una forma peculiar y representativa.
La pujanza del común y del concejo han distinguido una forma
histórica de vida en los pueblos leoneses durante siglos, desde que la
aplicación de un tipo de derecho de raíz germánica y las necesidades de la
primera repoblación medieval hicieron de aldeas y pueblos propietarios de sus
entornos, responsables de su cuidado y administradores de una forma de
solidaridad y resistencia colectiva tan longeva como amenazada. Desde siempre
el común fue pretendido por poderes más “oficiales” y estructurados. Primero el
régimen señorial lo erosionó en encarnizados pleitos y conflictos, pues
derechos y haciendas comunales generaban beneficios que se escapaban a sus
privilegios. Procuradores de los comunes acudieron en masa a los tribunales a
defender lo suyo con desigual fortuna. Más tarde el Estado liberal, amparado en
la vieja excusa de la obsolescencia de esas explotaciones, cuestionó la
propiedad y el derecho comunal hasta casi liquidarlos, pese a que el Romanticismo
y el Regeneracionismo (Costa, Azcárate…) vieran en ellos esencias y existencias
dignas de estudio y alabanza. No hubo manera: lo común se enfrentaba al Estado
moderno y su “interés general”: los pueblos en cuyas tierras se construyeron
saltos hidroeléctricos en la raya portuguesa fueron los últimos de España en
disponer de luz; cuando Riaño se anegó, la mayoría de esos terrenos eran
comunales…
Esta semana se verificó la desaparición de una decena de
juntas vecinales en León. La España que se vacía se sigue vaciando, asesta el
definitivo golpe a una forma de vida y, de paso, enajena sus propiedades. Con
ella desaparece una forma de preservar los recursos, de mantener la ecología y
la economía en fecunda alianza. Aunque el negocio prosigue. En estos años, la
iglesia católica española se ha dedicado a inmatricular numerosas propiedades
sin registrar que pasaban, por ministerio de leyes indignas, a ser suyas, sin
aviso previo o rectificación. Como los colonos anglosajones cuando esgrimían
ante los indígenas americanos sus “legítimas” escrituras de propiedad, en
blanco sobre negro. Patrimonio que deja de ser de todos, para ser de alguien
muy concreto.
(Publicado el 19/11/2017 en La Nueva Crónica de Léon, en una serie
llamada "Las razones del polizón": https://www.lanuevacronica.com/lo-comun-y-lo-corriente)
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