
Los peces no tienen párpados. Viven, sueñan y mueren con los
ojos abiertos. O, mejor dicho, con los ojos desnudos. Están confinados a una
existencia atónita, a una mirada, de tan alerta, eternamente enajenada. Nos
observan inocentes y herméticos, como si estuvieran condenados de antemano al solipsismo
o al escueto desamparo del mostrador de una lonja, el expositor de una
pescadería o la estupefacción sobresaliendo de un capirote de papel de estraza.
Duermen mirándolo todo sin mirar nada en concreto. Observan, tal vez, el
interior que alojan sus escamas metálicas, su extraño cuerpo de habitantes de
otro mundo. Los peces no tienen párpados y eso nos asombra. Sin embargo, de
nuevo juzgamos lo que nos rodea con el punto de vista de siempre, con nuestros
ojos, que parpadean constantemente, tal vez porque no son capaces de tolerar la
realidad en toda su incesante prolongación.
Pero la pregunta es ¿por qué tenemos nosotros? En un
principio no se necesitaba contar con párpados, ningún ser vivo había requerido
su existencia, y la naturaleza no se había planteado buscarlos durante miles de
generaciones. Porque, como es bien sabido, cuando despertamos los peces estaban
ahí, mucho antes que nosotros. Seres que pertenecen a un mundo raro y pavoroso,
palpitante de vida bajo las aguas. Dentro, he ahí la diferencia. Sus ojos,
esféricos e inmóviles como pequeños astros en un celaje brillante, no se secan
jamás. Hasta que salieron del mar, y entonces hubo que mantener húmeda la esfera
de un ojo cada vez más otro, más explícito y más nervioso. El precio de poseer
ojos inquisitivos y efusivos fueron los párpados. Los ojos hubieron de llevarse
un pequeño mar con ellos, un océano metido en una bolsita que los envuelve
infinidad de veces cada día, que los restituye al piélago de los sueños por la
noche. Quizás por eso se valoran tanto los ojos azules. Quizás por eso todos los
ojos son del color del mar: unos verdes, otros negros, otros del tornadizo color
del mar. Quizás por eso lloran cuando hay viento y en otras muchas otras
ocasiones, añorando.
A poco que uno los mire por dentro -cosa imposible- los
párpados se tornan pequeños y recónditos universos gemelos. En ellos
encontramos una membrana conjuntiva palpebral (nótese la fastuosa palabra), un
músculo orbicular y glándulas con
apellidos ilustres sacados de una novela de aventuras submarinas de Julio Verne:
glándulas de Meibomio, glándulas de Zeiss, glándulas de Moll… Menos llamativas en
lo lingüístico, pestañas o lágrimas contribuyen a confirmarlos como una
sofisticada conquista de la última especie en llegar al planeta. Nos definen. Usen
sus párpados, ese don tan reciente. Escóndanlos, ciérrenlos, ábranlos de par en
par o de soslayo, guiñen uno y luego el otro, achínenlos... Hagan gimnasia de
párpados. Renuncien a la realidad durante un instante fugacísimo, un parpadeo,
y tal vez pasen una buena navidad.
(Publicado el 25/12/2017 en La Nueva Crónica de Léon, en una serie llamada "Las razones del polizón")