De entre todos los géneros de la pintura, quizás el bodegón concite
más sutilmente que ningún otro una ambición absoluta y humilde. La exhibición
de una naturaleza muerta (o “quieta” como sugieren otros idiomas, quizás más
atinados: still life) mediante la
presentación de objetos menudos, mezcolanza habitual de perecederos (naturalia)
y enseres humanos (artificialia), suele ofrecer ocasión para el lucimiento del
artista en el tratamiento de superficies diversas y de los efectos lumínicos convocados
sobre ellas. En este sentido, supone una declaración de virtuosismo, una
especie de tour de force contra la realidad,
de la que pocos salen laureados. Pero más allá de la pericia del ojo y la mano,
este repertorio dilecto de los barrocos se convirtió en una exhibición de su
propia idiosincrasia como sociedad y como cultura. De ahí que hallemos notables
diferencias, por ejemplo, entre el bodegón holandés, ahíto de la exuberancia
propia de una comunidad próspera y satisfecha, y el concentrado y austero
español, replegado sobre su propia pesadumbre. Y de ahí que la inclusión de cada
objeto convoque sutiles y alambicadas alusiones alegóricas que a menudo
introducen estos acopios en el terreno de la iconología y la vanitas, donde tanto ahonda el alma melancólica
de esos siglos de oro de la imagen pintada.
Clara Peeters, la extraordinaria bodegonista del barroco flamenco
a la que el Museo del Prado dedica una exposición singular hasta el próximo
febrero, congrega esas cualidades en uno de los primeros y más completos casos.
Pero, además, ella se retrataba sutilmente en el azogue de los recipientes de
vidrio o metal que pueblan sus tablas, a menudo provista de su paleta de pintura,
tal vez como sutil afirmación de su condición de mujer artista, tan comprometida
en ese siglo XVII y siempre. O tal vez, con esta discreta presencia aluda a
nuestra propia condición, para recordarnos que somos el reflejo de lo que
hacemos con esas cosas y ellas, a su vez, nos retratan.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 30/10/2016)
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