Además de las
que se ponen a los demás por indolencia, están las etiquetas que uno se coloca
a sí mismo o a lo propio, por interés. Suelo desconfiar cuando alguien hace
ostentación de una vitola del tipo artista, escritor, pensador o algo parecido.
Esas cosas suenan feas si las dice uno. Es como si afirmas sobre ti mismo que
eres inteligente, simpático; que te sale así, natural o en plan profesional. Nadie
afirma de sí mismo que es un torpe o un tipo ruin.... Aunque pueda ser cierto y,
el aviso, de gran utilidad. Esas cosas las dicen los demás. Las buenas y las
malas. Una demasiado benévola forma de autocalificarse encubre a menudo trampas
e intenciones no declaradas.
Por ejemplo. Días
atrás hemos visto a un grupito de señores de edad, trajeados de corbata y con
aire de hacer chascarrillos entre ellos, reunidos para poner patas arriba el
sistema fiscal español, con la excusa de que son -sic- un “comité de sabios” o, como poco, de “expertos”. Tal
denominación les exime, al parecer, de cualquier sospecha y predisposición al
error. Lo que dicen debe ser cierto, ya que están ungidos por la sabiduría, imbuidos
de una experiencia que les permite evitar el fracaso, toda vez que lo sortearon
(se supone) en el pasado (en eso consiste la experiencia, si es que sirve de
algo). Así que, a tragar. Que si bajar las cotizaciones, que si tributar por
tener casa, que si... Ellos sabrán, son sabios.
Pero no. Resulta
que uno, que no es sabio ni experto, se pregunta sin embargo si no habrá otras
sabidurías u otras experiencias, y, sobre todo, quién les ha dado ese título y
por qué, que diría Mou. Y bien mirado se percata de que tales etiquetas se las plantaron
quienes les convocaron para sancionar con sus dictámenes una política concreta.
Y a base de escuchar su valía coreada, nos quedamos como paralizados por su supuesta
autoridad. Y no. Más que sabios, son resabiados; más que expertos,
expertizadores. Avales, concretamente, de prácticas gubernamentales solapadas.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 22/3/2014)
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