Tienen nuestros ediles
la maniática costumbre de meterse a arreglar lo que no está estropeado, y
“retocar” aquello en cuyo sensible equilibrio reside su mérito. Hace muy
poquito, cuando el dinero fluía, las calles de las ciudades parecían la isla
del tesoro tras el paso de los secuaces de John Silver, y los ciudadanos sorteábamos
socavones, zanjas y vallas como quien participa a su pesar en una disciplina
olímpica típicamente hispana. Y todo ello para convertir los centros históricos
de las ciudades en escenarios intercambiables, de un formato rayano en la simpleza. Se talan
los árboles, se arrancan bordillos lustrosos y se pavimentan hasta los
alcorques con la excusa de peatonalizar, cuando eso es logro de una mera señal
de tráfico. Es otra cosa: es hacer otra ciudad, una más señoritinga y gris, más
vulgar, más mediocre, relegando los barrios a una subsistencia menesterosa y arrinconada.
Si le añadimos la proliferación de “dotaciones”, esos empeños faraónicos que siguen
lastrando unos presupuestos que no dan para pagar sueldos, el retrato de nuevo
rico antojadizo y un punto hortera se completa.
No en vano la
historia urbanística de este país acredita como las ciudades mejor conservadas
aquellas que no tuvieron dinero para destruirse a sí mismas en los años sesenta
y setenta. La pobreza fue un gran agente conservador, pues al menos solía ser digna.
Pero ahora, pese a tanta restricción y austericidio,
ese prurito no cesa. Y, en León, le ha tocado a la Plaza del Grano, quizás el
más auténtico rincón de la ciudad, precisamente por haber permanecido indemne,
inasequible a tanta moda fatua. Es una plaza incómoda (como muchos monumentos),
vetusta, humilde, popular... tan hermosa. Y pese a las explicaciones previas, uno
mira las obras cercanas, los resultados a la vista y por eso se pregunta ¿qué
necesidad hay de emprender esa remodelación, esa “reparación”? ¿Por qué tocar
lo que ha conservado sus virtudes precisamente por no haber sido manipulado?
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 11/01/2014)
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