De tanto hacerlas, da la impresión de que hemos olvidado en qué
consisten, que las carga el diablo, que es preferible ver las cosas a creer que
las apresamos a través de una pantalla para luego retocarlas, porque la
realidad no está a la altura de lo que esperamos de ella. Cuando eran costosas,
y trabajoso llevar el equipo, al menos respetábamos los códigos del medio. Ya
no, ahora hay otros. Y nos encontramos por doquier en esa postura entre risible
y ceremonial, una especie de clérigos en medio de una liturgia, en un alzamiento
que, en lugar de cáliz, usa el nuevo ídolo, el móvil. Y proliferamos: en las
salas de los museos, torciendo el cuello para aparecer con la obra que nos
gusta y aire de forzada complacencia, en monumentos populares o exóticos que
descubrimos cual mediterráneo, al filo de barrancos y en la orilla de playas
cuyo primer plano son unas rodillas desnudas o una bebida refrescante. Nos
tomamos instantáneas borrachos, travestidos, graciosos o acrobáticos, solos o
en manada, olvidando que los recuerdos deben filtrarse para resultar
soportables y convertirse en mitificaciones de un pasado que nunca existió y para
cuya edulcoración tales pruebas son contraproducentes. Ya no podremos decir que
lo pasamos bien, pues esa falsa sonrisa o ese rostro congestionado lo
desmentirán.
Nos aseguramos de que estuvimos en un lugar porque obtenemos
una fotografía, un documento, la prueba testifical de esa ocasión pasajera. Y
sin embargo no es así. Entregamos a las imágenes la cualidad probatoria de una
vida que no vivimos sino para documentarla y exhibirla, pues no otra es nuestra
intención que obtener esa imagen, especular y falsa, como todas. De tanto
hacerlas, me da la impresión de que hemos olvidado que capturan nuestra alma, como creían los indios navajo, y no
hacen con ella sino acartonarla, virarla al sepia mientras los colores de la
foto continúan luciendo en una biografía que no es la nuestra, aunque la
aventemos a los cuatro vientos.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 7/8/2016)
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