domingo, 28 de febrero de 2016

Retroceso



 
De vez en cuando, como una ocurrencia un punto melancólica, alguien de tu quinta comenta que hoy seguramente prohibirían o encausarían muchas de las manifestaciones culturales que se vivieron con naturalidad y frescura hace tan solo un suspiro, en los ochenta. Ni las letras de Glutamato, Kortatu o La polla récords ni algunos contenidos de un programa supuestamente infantil como La bola de cristal, por ejemplo, tendrían cabida en este ambiente inquisitorial, pacato y ñoño que conduce a los tribunales a titiriteros, sindicalistas y manifestantes o hace escandalera de simples meteduras de pata en las redes sociales como si se tratara de sucesos de gran peligrosidad, dañinos y depravados en extremo. Se pretende circunscribir la discrepancia, la sátira o la chirigota al formato de lo correcto, siempre y cuando lo correcto sea revisado, atemperado, desactivado, supervisado. ¿Censura o hipocresía?
Añoramos aquellos días de recios vinos y rosas podridas que hoy nos parecen cosechas fragantes, como quien comprueba con morriña que los tiempos cambian y su juventud fue más alegre y desenfadada, más permisiva, más lustrosa. Pero... resulta que (solo) en este caso es cierto. Y peligroso: hemos reculado. Y la regresión cultural es solo un síntoma, quizás el más alarmante y decisivo. Cuando una sociedad paga menos y peor a quienes trabajan, atiende menos y peor a quienes lo necesitan, niega asilo y hogar, se eriza de muros y de miedos… acaba por alambrar la libertad de expresión en la cultura. A este tipo de cosas lo llamamos integrismo en otros lares. Recapitulemos: el único castigo que merece un mal chiste es no reírse, una mala obra no debe contar con audiencia, una manifestación pública indigna, no ser escuchada; de un tweet idiota se deduce la estulticia de quien lo firma. Nada más. Lo otro, la persecución, son los ayatolás o Trump. Y traicionar no sólo aquella juventud, sino la de quienes ahora la viven. Lo otro, esto que estamos consintiendo, es retroceder.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 27/2/2016)

sábado, 20 de febrero de 2016

Previsores



 
Entre los pueblos antiguos, una de las profesiones más acreditadas se dedicaba a escudriñar el futuro en las entrañas de los animales sacrificados, el vuelo de determinadas aves o las más peregrinas manifestaciones de la mudable naturaleza que imaginarse puedan. Hombres poderosos y sensatos confiaron en esas adivinaciones hasta el punto de poner en peligro sus vidas y el destino de naciones por causa de una tonalidad menos carmesí de lo común en la sangre de un becerro. Aún hoy, pese al descrédito de las supersticiones, proliferan pitonisas y arúspices en canales de televisión infames y nocturnos, destinados al saqueo de almas cándidas sin que a nadie se le ocurra vetar tales embaucamientos.
Quizás sea porque hay quien vive de fraudes similares hoy día. ¿De qué otra cosa sino de revelaciones agoreras podemos calificar los alarmantes avisos de entidades crediticias, banqueros y agencias calificadoras cuando nos persuaden sobre a quién tenemos que preferir, dónde tenemos que encaminar nuestra voluntad de ciudadanos si no queremos perder de vista ese crecimiento económico convertido en piedra filosofal de la deriva de Occidente? Y no solo se trata de defender a los propios, cosa que se deduce llanamente cuando comprobamos el apego de estos adivinos de pacotilla hacia las derechas de toda la vida. Esto siempre fue así: los hechiceros se postraban mezquinos ante el poderoso como una forma de justificar y aferrarse a su vil canonjía. Solo que ahora sucede al revés: el poder se arrastra ante tales adivinaciones como si fueran reales, porque acabamos por temerlas. Pero aún hay más. En la época de -pongamos por caso- Julio César, estos oráculos habrían dado con sus huesos en galera. No otro lugar merecen sus sonoros desatinos y el descrédito ganado con predicciones una y mil veces rectificadas, una y mil veces falsas, una y mil veces interesadas. Pero ahí siguen, señalando que todo irá mal si no hacemos lo que dicen. Y hacemos lo que dicen. Y todo va mal.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 20/2/2016)

martes, 16 de febrero de 2016

Cobrar



 
Que manía. A la mínima, a cobrar. Había que hacer algo, y la “solución” es cobrar. El pasado martes, desde el Consejo comarcal berciano se sugería la posibilidad de regular el acceso a Las Médulas mediante la habilitación de una tasa de entrada. Decisión destinada a “controlar” la afluencia de público, se comentaba como explicación. Controlar. Desde su enaltecimiento como patrimonio mundial, Las Médulas no ha dado de sí más de lo que solía, que es lo mismo que daba por sí misma sin necesidad de tanta alharaca y órgano gestor y postulante. Sin embargo, pese a tanta reunión, idas y venidas, enojos y porfías, ahora la ocurrencia es cobrar. Y ponerle puertas al campo, vaya.
Hay un discurso rancio pero asentado que suele afirmar que no valoramos lo que no pagamos. Tal simpleza no merece mucho comentario, pero sí el hecho de que, además, raramente pagando se obtienen los beneficios que se pretenden, si no se calculan efectos secundarios y perniciosos a medio y largo plazo. En el caso del turismo, si se confirmase esa intención, no solo Las Médulas ilustrarían esa torpeza. Hace ya un tiempo que la catedral de León, como la inmensa mayoría de ellas, cobra una costosa entrada para acceder a su interior. Se supone que ello redunda en su conservación, aunque uno vea los mismos problemas, las mismas soluciones e idénticos “paganos”. Pero, como pasa con todo, sucede que el visitante no gasta más dinero que antes, aunque le cobren más o en más sitios, sino que, con el mismo o similar presupuesto, selecciona sus visitas, y si bien la catedral se le antojará imprescindible, evidentemente, prescindirá de otros lugares que antes sí visitaba o podría visitar. O de otras actividades de pago que antes sí se permitía. O sea, que gastará lo mismo, porque nada nuevo se le ofrece, pero no en lo mismo. El resultado deviene perverso pero obvio: en lugar de más lugares, se conocerán menos, se pasará menos tiempo en ellos, se gastará menos en cada sitio. Eso sí, se controlará más.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 13/2/2016)

lunes, 8 de febrero de 2016

Baile



 
El baile comenzó el veinte de diciembre, pero los preparativos mucho antes, por supuesto. Que si ir de rebajas sin que se note, para estar elegantes sin gastar demasiado, que si dejarse ver por todo el mundo, que si charlas por aquí y galanteos por allá… Un no parar. Pero el gran día llegó: empezó el sarao. Y con él, el flirteo.
Nadie quiere bailar con la más popular de años pasados. Arrastra fama de ingrata y altanera, de no haber querido nada con nadie durante este largo curso y eso acaba pasando factura. Ya no es tan popular, aunque ella no se dé por enterada porque aún la miran al pasar: pero nadie la pretende y ella no hace ni un ademán humilde. Además, aunque disimule, se ha abandonado y huele mal, y cada vez más. Otra chica, la que empuña una rosa, no tiene remilgos, quiere sacar a bailar a cualquiera, a todos si hace falta (salvo a la popular, claro). Pero eso no puede ser: su círculo de amigas -algunas no muy amistosas- insiste en que saque a uno, que no se puede bailar con varios, a no ser en una sardana, y no es el sitio; dicen. Por su parte, el joven de la coleta la pretende con un compromiso formal, exclusivo. Más que en el baile, piensa en un noviazgo. Incluso hay quien diría que piensa más allá de la ruptura de ese romance, cuando vuelva a ser alguien sin compromiso y se celebre otro baile. El guaperas del traje cruzado en tonos naranja querría sacar a la popular, pero teme el rechazo de los demás, tal es la fama que aquella ha ganado a pulso. Quizás espera que la popular se asee un poco y, sobre todo, el momento en que no miren. Los independentistas, con sus bolígrafos en el bolsillo  de la camisa de cuadros, parecen aguardar si hay conga y barra libre. Quedan chicas sueltas: canarias, vascas… están un poco a la que salta. A veces da la impresión de ser un festejo de cuento: hasta príncipe hay, aunque ya sea rey. Otras veces parece que el zapatito de cristal se les hará añicos de tanto manosearlo. A medianoche la carroza será calabaza.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 6/2/2016)