La primera víctima del tabernáculo hortera que ha ocupado el
despacho oval es la prensa. No en vano, Trump sabe bien lo que se juega:
existen fundadas sospechas sobre cuánto le han ayudado a ganar ese puesto por
un lado la desinformación, los bulos aventados por la caja de resonancia
exponencial de las redes, y por otro el desprestigio de los medios de
comunicación tradicionales, cuyo espacio de credibilidad está ocupando ese
pollo sin cabeza (o cuya cabeza es hurtada a la luz). Un desprestigio que, en una
buena medida, no es responsabilidad de Trump, ni de los trumps del mundo, por
mucho que les beneficie y explique su ascenso. El poder del cuarto poder se
juega cada día en el tapete de cada reportaje con segundas, en cada noticia mal
verificada, en cada pleitesía a los intereses económicos o personales de los propietarios
del periódico, en cada información que se sabe incorrecta o infundada, pero que
aun así se difunde porque interesa, aunque nada tenga que ver con el periodismo.
Y, demasiado a menudo, pierde la partida, porque su poder reside única y
exclusivamente en el crédito. Mientras periodistas honrados se guarecen en
trincheras dispersas y eventuales, todos son metidos en un mismo e injusto saco.
Por eso cada vez que se escribe un titular tendencioso o inclemente,
burlón o chusco, grosero, pendenciero o sensacionalista para captar audiencias
con bajos instintos; cada vez que se hace un comentario despectivo o una
crítica ácida impelida por antipatías o dilecciones personales, para saldar
cuentas o menear fobias, cada vez que se coloca una diana o se retira un foco
adrede, cada vendetta que se airea en un párrafo inicuo o cada alianza que se lisonjea
fuera de lugar y de tono, se juega al juego de Trump y los suyos. Ese en el que
siempre ganan. Deslizándose por ese tobogán, a la sombra del poder, al final no
se publican periódicos, sino libelos, formas variadas de maledicencia de las
que solo salen indemnes quienes se peinan el alma con laca.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 28/1/2017)