De vez en
cuando, la Edad Media
revive. No en esos mercadillos donde se disfrazan los tenderos de siempre para
vender lo mismo, no. Lo hace en cadenas de televisión o radio mediante apariciones
sombrías en que alguien con alzacuello amenaza a ciudadanos díscolos con excomulgarlos.
Lo cierto es que dan la risa, pero se lo toman en serio y su gesto suele ser huraño,
aunque reservan un resquicio de turbadora sonrisa para asegurar que “si nos
portamos bien” nada de eso tan terrible llegará a suceder. Lo cual aún da más
la risa, claro. Junto a esa íntima guasa, además, uno no sólo confirma la rancidez
de la jerarquía católica, sino lo acalorada que se pone cuando le llevan la contraria. Disimulan
fatal su ira.
Pero no es a eso
a lo que iba. Con ocasión de esas bravatas, muchos colectivos, ateos o no,
ponen en marcha foros y acciones que solicitan la excomunión o, en su caso, la
apostasía como un derecho de los no católicos, como algo que esa iglesia debería
conceder a quienes se cuentan entre sus estadísticas (por haber sido
bautizados) pero no quieren estar en ellas, ya que nadie les preguntó y no se
sienten concernidos. Y, claro, ya se sabe que resulta administrativamente
complicado apostatar, y fatigoso que lo excomulguen a uno. Más que darse de
baja de algunos servicios telefónicos. Pero esa reclamación me sorprende. No debería
ser necesario iniciar un proceso de renuncia o hacer algo para que a uno lo expulsen
si no quiere pertenecer al catolicismo. Porque eso sería aceptar sus reglas de
juego, que, por fortuna, no tienen vigencia alguna. Sería reconocer que, si no se
hace tal o cual cosa, sí se está en ese redil. Y no; lo siento, señores, no se pertenece
a un club al que te apuntaron de niño (todos sabemos por qué y cómo) y con el
que uno no está de acuerdo de adulto. Ni cabe someterse a sus normas hasta el
punto de admitir su reglamento para abandonarlo. Si no incumbe y no importa,
indiferencia. Y buen rollo, no vayamos a ponernos medievales.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 22/2/2014)