No hay nada nuevo bajo el sol, aunque bajo el sol todo brille
como si fuera nuevo. El verano se adensa, y tenemos más tiempo y más paciencia
para esa tarea entre friki y vintage de leer. Se descubre entonces,
una vez más, que desde siempre contar suena con dos tonos primordiales, mayor y
menor, y sus variaciones y mezcolanzas. Se es bíblico u homérico (de la Odisea,
por supuesto). Se emplea un dejo apocalíptico y omnisciente que pretende
aleccionar con voz vigorosa, o se cuenta la feria con vanidades personales. Se
habla como si se conociera el mundo o sobre cómo conocerlo. Se posee la Verdad
o se enreda con mentiras.
En la primera opción también hay engaños, claro. Gustamos del
Génesis, con sus enfáticas metáforas de escala cósmica, o del Cantar de los cantares
y su intimidad sensual, mística; pero cuando la Biblia se despeña por las farragosas
instrucciones sobre cómo construir tabernáculos, arcas y otros cachivaches
sagrados, parece que repasemos un catálogo de Ikea. Es lo que tiene ser Dios,
resulta fatigoso que nadie perciba a la primera que los tornillos están
contados. Le pasa a Ikea y le pasa a Melville con Moby Dick, en el momento en
que se mete a naturalista: aburre. Bíblicos son a menudo García Márquez o los
latinoamericanos en general (excepto, tal vez, los del Cono sur), marcados por
la necesidad de recrear un continente con imágenes y semejanzas menos
indecentes.
Personalmente prefiero el tono provisorio y facetado del
hombre de mil argucias que fue Ulises, incluso cuando se encierra en el retrete,
esa Ítaca fugaz. En esta opción todos son libros de viajes, interiores o no. Sorel,
Gatsby, Huck Finn, Alonso Quijano… regresan de alguna guerra y nos cuentan la
ira de los dioses contra su aspiración de reencontrar ese hogar que nunca tuvieron.
Y que no existen, los dioses. A menudo parecen los extraviados durante el
Éxodo, aquellos que sobrevivieron al diluvio sin subir al arca de Noé. Desde
entonces, buscan su lugar en el mundo. Como todos.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 27/8/2016)
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