Con indolencia veraniega, ojea uno las páginas refrescantes del
periódico, las de las verbenas y fiestas populares, que van cayendo como
perseidas, y se topa con gente disfrazada de romano o de medieval, dependiendo
de cómo se aten la cuerda en torno a la sábana o la colcha con que se cubren. Y
con mercadillos de productos romanos o medievales, dependiendo del tipo de
letra, capital o cursiva, que luzcan los rótulos de sus tenderetes.
Salvo en contadas excepciones (en Vegas del Condado recrean
los años de la posguerra, como si se añorasen), Roma y el medievo se han
convertido en las imágenes especulares de nuestros pueblos, en una suerte de Edad
de Oro dorada descafeinada y de falsete a la que cabe remitir cualquier gloria
pasada, cualquier orgullo pretérito de esos. Como si no hubiera otras épocas
históricas, o las demás fueran peores o más vergonzosas. Péplum o cronicón. Bien
es cierto que se trata de Romas y medievos de capirote, entregados a arquetipos
y caricaturas, un Astérix por aquí y un Capitán Trueno por allá, pero no lo es
menos que todos los gobiernos de los territorios del país, regiones, autonomías
y comarcas, han escogido también esos períodos, en especial la Edad Media, como
una suerte de mitología identitaria improbable, y de ellos extraen aquello que
les interesa (y que casi nunca es auténtico o verídico), dejando en la cuneta
aquello de lo que nadie podría sentirse orgulloso. Se comportan como en las verbenas
y fiestas: interesa la juerga, no lo serio. Para ganancia de mercaderes y
promotores, por supuesto.
También debe de haber algo, una especie de acto fallido
freudiano, en la elección de épocas determinadas para tomarlas como modelo, en
demérito u olvido de otras. Quizás por ser tan lejanas, comprometen menos. Tal
vez por haber adoptado formas de leyenda, prescinden del rigor y la duda que
resultan de toda retrospectiva sensata. Pero, no estando de fiesta, en esos
simulacros hay trampa. Y caemos en ella con demasiada alegría.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 13/8/2016)
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