Hace poco,
arqueólogos alemanes excavando en Turquía han hallado la representación de un
antiguo dios cuya existencia era desconocida hasta la fecha. Ni siquiera se
sabe su nombre, sólo el aspecto que tenía para el artista que lo representó en
un bajorrelieve de hace dos mil años, surgiendo del cáliz de una planta con el
ímpetu de una divinidad seguramente dedicada a la fertilidad agraria, asociada
por los romanos al panteón latino a través de una de las personificaciones de Júpiter.
Los dioses nacen
y mueren. Los dioses son la representación con atributos humanos o naturales de
una serie de ideas y fuerzas que no alcanzamos (o no alcanzábamos) a comprender
de otra forma. Que no éramos capaces de sobrellevar, por miedo o por pereza.
Los dioses amparan nuestra fragilidad y nos ofrecen explicaciones sencillas
para un mundo enmarañado. Esa es su ventaja, y ahí residen sus peligros; en tal
simplicidad.
A buen seguro que
los creyentes y fieles de ese poderoso numen oriental jamás llegaron a imaginar
que pasados tan solo unos cientos de años, el objeto y sujeto de sus plegarias
y anhelos sería sepultado en la ignorancia más negra. Un silencio que prosigue
y le ha convertido en mera curiosidad ante la fortuita pala de un excavador
universitario europeo. Sic transit gloria
mundi. Pero no aprendemos. Dos mil años después, seguimos dándonos de
bofetadas a propósito de cuál de esas criaturas fruto de nuestra frágil y
acomodaticia condición humana merece más consideración y honores. Respeto y amparo
que escamoteamos a la gente para ofrecérselos a un idolillo simbólico que
acabará por ser el polvoriento botín de unos arqueólogos del futuro. Y lo mismo
cabe decir con todas y cada una de las quimeras en que refugiamos nuestro recelo
a enfrentarnos con las circunstancias, sean banderas, mitos, ritos, o cualquier
clase de espantajo bien agitado ante los ojos de los demás, que tanto monta.
Seguimos sin admitir la efímera y patética condición del poderoso Ozymandias.
(Publicado en La Nueva Crónica de León el 29/11/2014)