Imagínenselo. Van ustedes en un autobús de línea,
encomendando su futuro inmediato y su destino a un desconocido que lo conduce
porque se le supone capacitado para ello y responsable de una forma de
comportarse previamente conocida y reglamentada: es su oficio y usted ha
escogido su empresa para viajar. Sin embargo, infringe las leyes de tráfico y
circula a velocidad desmedida, provocando situaciones peligrosas que, pese a
causar desasosiego entre los pasajeros, afortunadamente se resuelven sin
mayores accidentes. No obstante, los agentes de tráfico han detectado las
infracciones y proceden a cursar la correspondiente multa. A su juicio, ¿Quién
debería pagarla? No tienen duda, ¿verdad? Pues no está tan claro como parece.
Cambien ustedes al pasaje por los ciudadanos de un país; al conductor del
autobús por el gobierno de ese país y a la guardia civil por las autoridades
europeas, y la multa la tendríamos que pagar los que viajamos en el autobús.
Las multas son una medida coercitiva habitualmente en forma
de sanción económica no progresiva, como el IVA. Es decir, paga igual el que
tiene mucho que el que no tiene ni chavo. De ahí que algún futbolista, entre
otros acaudalados dueños de coches de lujo, se permita alguna que otra
infracción. En resumen, pueden convertirse en una especie de tarifa para hacer barbaridades.
Muchas grandes empresas prefieren pagar antes que cumplir, pues con algunas
normas sale más barata la multa que la ley, alentando la sospecha de que ésta
esté concebida para los de siempre. Pero hasta ahora no era común que la propia
multa fuera a parar a los que no han hecho sino por cumplir la norma,
esforzarse al máximo y sufrir incluso a causa de una regla que, injusta o no,
han respetado. De ahí que los agentes sancionadores, magnánimamente, hayan
decidido perdonarnos esa multa a todos. Pero, ¿a quién se la perdonan? ¿Al
infractor? Me temo que sí, que se la han perdonado al gobierno, aunque la fuésemos
a pagar todos. Son tan colegas.
(Publicado en La Nueva Crónica de león, el 30/7/2016)
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