La mayoría de los edificios que prescinden de las ventanas
lo hacen con la intención de persuadirnos de que no necesitaremos el mundo
exterior, al menos por el lapso en que nos ofrecen un sucedáneo. Centros
comerciales, museos, teatros y cines, etc. carecen de ellas porque sustituyen
la realidad por un escenario paralelo y lenitivo, destinado a satisfacer nuestras
ansias de evasión mediante la habilitación de entornos menos exigentes, más livianos
y beatíficos o más concentrados. A esos mundos se accede con facilidad, pero desde
que ponemos allí el pie se nos prohíbe pensar que todo prosigue fuera, tal
parece que fuéramos repudiados si salimos de ellos aunque sea un minuto. No nos
planteamos que el exterior sea más apasionante: hemos llegado hasta allí y la
visita debe merecer la pena, aunque nos cueste (he ahí el truco), dinero. Pero,
por fortuna, permanecemos dentro apenas un rato y al salir, aunque un ligero
desengaño nos invada, notamos cierto alivio.
También existen organizaciones humanas que se conciben o
acaban por ser cerradas en sí mismas, sin ventana alguna. Y, entre ellas, los
partidos políticos se han convertido en lugares opacos, en los que, a
diferencia de los anteriores, se entra, pero cuesta salir (como en ciertas mafias).
En el interior domina una sensación de acogedora impunidad y florece un mundo
prepotente y fatuo, apartado de la realidad por simulacros construidos mediante
consignas, proclamas y obediencias. Si no se sale hacia estancias igualmente
cerradas (direcciones empresariales que se comportan tal cual), se sale de muy malas
maneras. No se abren ventanas en ellos. Eso explica el olor a podredumbre que
de vez en cuando, en función de un aire acondicionado que resulta insuficiente,
recorre sus pasillos y despachos y envuelve a sus dirigentes por mucho que clamen
que han sacado la basura. La
única manera de limpiar el aire es que todos salgan y dejen las puertas abiertas
de par en par. Si no, aquello no hay quien lo ventile.
(Publicado en La Nueva Crónica de León el 24/1/2015)