De vez en
cuando, como una ocurrencia un punto melancólica, alguien de tu quinta comenta
que hoy seguramente prohibirían o encausarían muchas de las manifestaciones
culturales que se vivieron con naturalidad y frescura hace tan solo un suspiro,
en los ochenta. Ni las letras de Glutamato,
Kortatu o La polla récords ni algunos contenidos de un programa supuestamente
infantil como La bola de cristal, por
ejemplo, tendrían cabida en este ambiente inquisitorial, pacato y ñoño que
conduce a los tribunales a titiriteros, sindicalistas y manifestantes o hace
escandalera de simples meteduras de pata en las redes sociales como si se
tratara de sucesos de gran peligrosidad, dañinos y depravados en extremo. Se
pretende circunscribir la discrepancia, la sátira o la chirigota al formato de
lo correcto, siempre y cuando lo correcto sea revisado, atemperado,
desactivado, supervisado. ¿Censura o hipocresía?
Añoramos
aquellos días de recios vinos y rosas podridas que hoy nos parecen cosechas fragantes,
como quien comprueba con morriña que los tiempos cambian y su juventud fue más
alegre y desenfadada, más permisiva, más lustrosa. Pero... resulta que (solo) en
este caso es cierto. Y peligroso: hemos reculado. Y la regresión cultural es solo
un síntoma, quizás el más alarmante y decisivo. Cuando una sociedad paga menos
y peor a quienes trabajan, atiende menos y peor a quienes lo necesitan, niega
asilo y hogar, se eriza de muros y de miedos… acaba por alambrar la libertad de
expresión en la cultura. A este tipo de cosas lo llamamos integrismo en otros
lares. Recapitulemos: el único castigo que merece un mal chiste es no reírse,
una mala obra no debe contar con audiencia, una manifestación pública indigna,
no ser escuchada; de un tweet idiota
se deduce la estulticia de quien lo firma. Nada más. Lo otro, la persecución, son
los ayatolás o Trump. Y traicionar no sólo aquella juventud, sino la de quienes
ahora la viven. Lo otro, esto que estamos consintiendo, es retroceder.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 27/2/2016)
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