Entre los pueblos antiguos, una
de las profesiones más acreditadas se dedicaba a escudriñar el futuro en las
entrañas de los animales sacrificados, el vuelo de determinadas aves o las más
peregrinas manifestaciones de la mudable naturaleza que imaginarse puedan. Hombres
poderosos y sensatos confiaron en esas adivinaciones hasta el punto de poner en
peligro sus vidas y el destino de naciones por causa de una tonalidad menos
carmesí de lo común en la sangre de un becerro. Aún hoy, pese al descrédito de
las supersticiones, proliferan pitonisas y arúspices en canales de televisión
infames y nocturnos, destinados al saqueo de almas cándidas sin que a nadie se
le ocurra vetar tales embaucamientos.
Quizás sea porque hay quien vive
de fraudes similares hoy día. ¿De qué otra cosa sino de revelaciones agoreras podemos
calificar los alarmantes avisos de entidades crediticias, banqueros y agencias
calificadoras cuando nos persuaden sobre a quién tenemos que preferir, dónde
tenemos que encaminar nuestra voluntad de ciudadanos si no queremos perder de
vista ese crecimiento económico convertido en piedra filosofal de la deriva de Occidente?
Y no solo se trata de defender a los propios, cosa que se deduce llanamente
cuando comprobamos el apego de estos adivinos de pacotilla hacia las derechas
de toda la vida. Esto siempre fue así: los hechiceros se postraban mezquinos
ante el poderoso como una forma de justificar y aferrarse a su vil canonjía.
Solo que ahora sucede al revés: el poder se arrastra ante tales adivinaciones
como si fueran reales, porque acabamos por temerlas. Pero aún hay más. En la
época de -pongamos por caso- Julio César, estos oráculos habrían dado con sus
huesos en galera. No otro lugar merecen sus sonoros desatinos y el descrédito ganado
con predicciones una y mil veces rectificadas, una y mil veces falsas, una y
mil veces interesadas. Pero ahí siguen, señalando que todo irá mal si no
hacemos lo que dicen. Y hacemos lo que dicen. Y todo va mal.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 20/2/2016)
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