Íbamos y volvíamos en el día, en
trenes y autobuses que entonces tenían apellidos (regionales, de línea), con la
mochila sujeta por ambas tiras a los hombros y un bocata dentro, con los ojos
abiertos como peces boqueando y el espíritu inquieto de las grandes citas, el
de las ocasiones memorables que se saben memorables antes de que sucedan.
Entrábamos en tropel, envueltos en una excitación voraz que no dejaba rincón
sin escrutar, sala sin considerar, obra sin ser comentada. Acabábamos exhaustos
pero felices, como después de celebrar nuestro bautismo en una religión llegada
de tierras exóticas y sabias, y tan nueva y distinta que había de salvarnos a
todos, tristes aldeanos crecidos entre barbarie y tinieblas. Regresábamos infectados
del virus que había de mutarnos en seres trascendentes y, sobre todo, modernos,
absolument, comme il faut. Allí no se vendía sino nuestra alma eufórica, virginal.
Se accede ahora tras cribas
tecnológicas, códigos de barras, tarjetas plastificadas, cuarenta euros de
tarifa. La mochila debe ir al guardarropa (tres euros más, el abrigo aparte).
Dentro, la fauna que hace tres décadas tomó posesión de esta tierra de
promisión, vaga displicente por los pasillos: feria de vanidades, de
divinidades menores que caminan creyéndose reconocidos aunque nadie les mire.
Aquí, un Mercedes Benz pintado por un artista indio (creo); allá, un chaval
camina hacia atrás en gayumbos mientras otro dispone láminas de pan de oro
sobre su piel desnuda. Les escolta una breve cohorte de periodistas, pero nadie
más presta demasiada atención. La escultura de Cristina Iglesias le parece
soberbia a todo el mundo, pero todos coinciden en que este no es su lugar, de
hecho, su mérito estriba en que, en el interior de esta obra, se siente uno en
otro lugar. Alguien bosteza, alguien camina apurado hacia uno de los muchos bares,
alguien fuma a escondidas en el baño. Es ARCO, la feria de arte contemporáneo
más grande del país. Y sí, la feria sigue siendo grande.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 5/3/2016)
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