Pocos o ningún
aficionado al fútbol gasta su tiempo en contemplar las ceremonias previas a un
partido, por otra parte sosas como toda formalidad. Son instantes dedicados a
acomodarse o disponer a la mano unas cervecitas y algo para picar. Sin embargo,
se pita el himno antes de empezar una final que verán millones de aficionados y
se habla más de eso que del partido. A pesar de Messi. Resultado: el que
esperaban los organizadores de la
pitada. No hay nada como rasgarse las vestiduras para quedarse
en pelotas.
El escándalo es
un arma de doble filo que, a menudo, tiene uno de ellos embotado y nos corta con
el que mira hacia nosotros, donde menos esperamos. Escandalizarse en sí ya
resulta suficientemente ridículo las más de las veces. Revela nuestras
flaquezas menos nobles y nos empequeñece con los límites que nos ponemos a nosotros
mismos. Más aún si la reacción que tenemos tiende a una “sagrada y justa ira”.
Eso nos convierte en una caricatura.
Ahora bien, se
me antoja que hay una cosa más ridícula aún: pretender escandalizar. A estas
alturas de la película, toda vez que hemos transitado por un siglo repletito de
desquiciamientos colectivos y bochornos individuales, premeditados o
subconscientes, trasegado por ciento y un desmantelamientos del arte y la
creatividad, por mil y un griteríos, locuras y ofensas a todo lo bueno, noble y
sabio, que diría un buen burgués decimonónico; las blasfemias, la pornografía,
el escarnio, la mierda de artista en una lata de conservas, las banderas achicharradas,
las autolesiones, los cristos sodomitas, los cadáveres en formol, las
fotografías escabrosas, los documentales gore
y todo tipo de salidas de tono y provocaciones más o menos organizadas aburren hasta
a las ovejas (a las paridas y a las clonadas). Y hasta el más tonto del lugar
sabe que la única manera de dar cancha al que la busca es precisamente esa:
escandalizarse. Por eso durante el himno la mayoría de la gente prefiere
levantarse a buscar unas aceitunas.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 6/6/2015)
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