Tal como en su
día fueron Armenia, Uruguay, Transilvania, Finlandia o Mongolia, podría decirse
que la clase media se comporta como un Estado-tapón. O sea, un país utilizado artificialmente
para actuar de almohadilla atemperadora o de territorio interpuesto entre las
ambiciones de dos potencias vecinas llamadas a chocar con devastadoras
consecuencias. El efecto sándwich resultante solía hacer de ese Estado un
experimento de interés social y político que conllevaba, por cierto, procesos de
exaltación identitaria, espoleta de ulteriores ambiciones. El paso del tiempo
acababa por dotarles de una personalidad tan distintiva y sólida como cualquier
nación del planeta, pero a veces el experimento fracasaba y o bien el
enfrentamiento entre las potencias erizadas se producía finalmente, tragándose
al Estado interpuesto, o bien la tensión se relajaba tanto que acababa por no
tener razón de ser y, algunas veces, desaparecía sin más.
Con la clase
media está pasando otro tanto. La mayoría de los analistas económicos y muchos
de los indicadores revelan que, como consecuencia de la crisis sistémica en
curso, se ensanchan como nunca (hay quien pone 1929 como referencia) las diferencias
entre la minoría que posee las fortunas que mueven el capitalismo financiero y
el abrumador número de desheredados que se hunde cada vez más en la
precarización y la
miseria. En fin, que cada día la distancia entre muy ricos y
pobres es mayor y el número de los segundos, una creciente legión. Es un vicio clásico
del capitalismo, pero la novedad es que la clase media, llamada a estabilizar
esos dos bloques con una franja amplia, atemperadora y decisiva electoralmente,
que debía predominar en número en buena lógica, está disminuyendo
aceleradamente. O, si se prefiere, se empobrece a tal ritmo que acabará por
diluirse con la clase desfavorecida, creando una masa crítica en que la existencia
de clase intermedia, una clase-tapón, no tendrá sentido porque no tendrá
función. ¿Y entonces qué?
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 13/6/2015)
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