Desde las horas de vigilia hasta aquellas que destinados al
ocio más elaborado, abarrotamos nuestro entendimiento con imágenes, abusando
del predominio que hemos conferido al sentido de la vista hasta saturarlo de
una infinita amalgama de iconos, saqueados en el baúl sin fondo de la historia
de la cultura como si de saldos de mercadillo se tratara. Llega así un momento,
ya casi cotidiano, ya casi convertido en anhelado aturdimiento, en que no vemos
nada. Un instante, ya no liberador, sino tedioso, en que nada nos ofende ni nos
seduce, pues sencillamente estamos sofocados y no somos capaces de cerrar los
ojos.
Por eso, cuando el milagro sucede, resulta más inopinado y prodigioso.
Lo buscamos en un museo, en uno de esos lugares que -en teoría- hemos edificado
para intensificar la mirada, para enfocar de una manera más nítida y
escrutadora cuanto se ofrece a nuestra contemplación con ínfulas de excelencia
y autoridad. Pero sabemos que muchas veces no sucede así, y lo que vemos en sus
paredes no nos dice nada nuevo, nada interesante, nada notable. Pero en
ocasiones sí. Y he aquí una de ellas: cuando todo el mundillo cultural espera
con impaciencia la exposición temporal del centenario de El Bosco (que seguro
será magnífica), el Prado, discretamente tal vez, concluye la dedicada a
Georges de La Tour, el pintor francés coetáneo de Velázquez que retrató mejor
que ningún otro la intimidad brotada de la trémula luz de una vela o de la
modesta cadencia de un músico callejero. Entre Caravaggio y Cézanne, persigue el
fulgor de lo sólido.
Excepcionalmente, esta recomendación es doble, porque a
escasos metros, el Museo Thyssen expone a Andrew y Jamie Wyeth, las vidas de
dos generaciones dedicadas a entender el mundo gracias a su representación
pictórica; con ellos, el adjetivo “realista”, que suele etiquetarles, quiere
decir mucho más. Queda poco tiempo pero aún es posible: hasta el 12 y 19 de
este mes de junio, respectivamente. Vayan a verlas, recuperen la vista.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 28/5/2016)
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