Hay un regusto a cosa perdida y recobrada en dar con nuevas
palabras, sobre todo si nos brindan una exactitud de cirujano para nombrar algo
que mencionábamos con un merodeo verbal. Conticinio. Según el diccionario solo
tiene una acepción, delicada, precisa y sobrada de explicaciones: el lapso de
la noche en que todo está en silencio. Todos lo conocemos. Es aquella hora
terrible para los enfermos y los insomnes, aquella en que todo cambia para los
primeros, en un sentido o en otro, aquella en que todo se detiene para los
segundos, en todos los sentidos. La palabra sirvió para el obligado mutismo de
las noches castrenses; el momento lo elegían los maleantes para sus fechorías y
los amantes secretos para sus citas, lo prefieren los fantasmas que llevamos
dentro y es justo el tiempo que transcurre entre el ladrido desesperado de los
perros cuando algún gato corteja la oscuridad y el canto perturbado de los
pájaros que se disputan las primeras luces. En medio de esa afligida serenidad,
el día se pliega sobre sí mismo y se barrunta el giro del orbe sobre sus goznes
corroídos.
Y, sin embargo, pese a tratarse de una hora inadvertida y,
de tan tenue, apenas gustada, quizás sea una de las esenciales. Algunos
instantes se le asemejan: el mutismo repentino e inexplicable en medio de una
conversación animada, la turbadora paz que antecede a la tormenta, la parte primordial
de algunos ritos… Pero en general, afeamos el silencio constantemente con
catervas de ruidos, voces y melodías reproducidas por aparatos que lo mancillan
en un puro aturdimiento. Aborrecemos la calma como si fuera sinónimo del
aburrimiento al que hemos convertido en enemigo a batir, ignorando su función
de contraste, su fertilidad intrínseca. Irrumpimos en los lugares sosegados
para colmarlos de nuestra presencia en lugar de dejarnos invadir por su quietud
y su templanza. Conticinio; la hora en que el mundo descansa de nuestra
agobiante presencia, la hora en que volvemos a ser parte de él.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 7/5/2016)
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