Los olvidos
dicen más de nosotros que aquello que nos empeñamos en recordar, voluntariamente
o no. Un inventario de rememoraciones y menosprecios perfila nuestros
propósitos fielmente.
Este año dicen
celebrarse quinientos de uno de los edificios notorios de nuestra ciudad, el
tercero en visitas: San Marcos. Conmemoración algo artificiosa, pues data el
inicio de la construcción del actual inmueble, tardogótico y renacentista en
gran medida, sorteando que su época mayor se remonta a la Edad Media, de la que
nada queda, pues las obras de rediseño de la gran plaza peatonal que lo adorna
no consideraron oportuno exhumar los previsibles restos de aquel admirado
hospital de peregrinos.
Sea bien hallada
la fecha si sirve para promocionarlo, dirán. Sin embargo, en los panegíricos se
desdeñan hechos imprescindibles de su trayectoria. Se incide en los consabidos “hitos”
históricos, unos populares (la prisión de Quevedo), otros curiosos, como sus chocantes
inquilinos, de los caballos militares a los enfermos, los escolares o los
presos del franquismo, que se citan de soslayo o Crémer mediante, no vaya a
ser. Pero se ignora al más antiguo y permanente de todos, cuya suerte estuvo
unida a la de San Marcos
desde su fundación: el Museo provincial de León. Desde que Fraga lo convirtió
en macro-parador mediante una remodelación que -tampoco se recuerda- alteró o
enmascaró gran parte de sus estructuras originales, un museo al que muchos
leoneses dieron por caso perdido pasó a ser ocupa casi clandestino en un
edificio que se quiso su sede cuando fuera desamortizado. Una desamortización de
la que tampoco se recuerda qué arreglos se muñieron para resolver la
reclamación de la iglesia que pesaba sobre él. Pero, aparte su moderna sede
central de Pallarés, un trocito del Museo permanece allí. El único espacio gratuito
destinado a entender un San Marcos que nos pertenece a todos desde hace más de
un siglo y medio de esos quinientos años. Justo los que el museo lleva allí.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 28/11/2015)
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