Hace setenta años, los occidentales repartieron las tierras
del cercano Oriente en una mesa de dibujo descuartizando con un tiralíneas
desiertos, valles y montañas sin consultar a nadie que viviera allí. Descolonización,
lo llamaron. En los ochenta los Estados Unidos combatieron a la Unión Soviética
entrenando y armando a los talibanes de Afganistán (y a un tal Bin Laden). Eran
aliados. Al retirarse los soviéticos, esa “victoria” trasladó nuestra atención
a otras partes. Mientras, los talibanes seguían allí, armados hasta los
dientes. Después del pasmo global desencadenado por el 11-S, oímos discursos
sobre la necesidad de ayudar a los países saqueados y sus gentes, combatir la
pobreza y, con ello, el extremismo y el recurso a la violencia. Poco
después, se invadió Irak a sangre y fuego. Cuando el problema iraquí se hizo
demasiado intratable, demasiado mortífero, se “ganó” la guerra, se abandonó el
país y se dejó que todo se derrumbara como si nadie “de los nuestros” hubiera
estado nunca allí. Los tipos que decidieron y secundaron aquello aún pontifican.
El tiránico califato islamista es uno de los mayores productores de petróleo
del mundo; y lo vende a mitad de precio, de tapadillo. Últimamente el crudo
está anormalmente barato y las finanzas de Occidente lo notan. Durante un
tiempo nos referimos a El-Asad como el “dictador” sirio, pero ha vuelto a ser
el “presidente” sirio. En muchos países, casi todas las semanas hay atentados
brutales y masivos que aniquilan inocentes y provocan un pánico por el que
millones de personas huyen a la seguridad europea. La semana pasada sucedió en
París, como antes en Madrid, Londres o Nueva York. El gobierno socialista de la republicana Francia
ha respondido con un recorte legal de libertades ciudadanas e intensificando
los bombardeos sobre aquel territorio donde imponen el terror los unos y los
otros. Otros líderes occidentales y orientales proponen cosas que prefiero no
comentar. Estoy harto de esta maldita niebla.
(Publicado en La Nueva Crónica de León el 21/11/2015)
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