Queremos muchas
cosas, pero necesitamos muy pocas. Nuestro mundo funciona a base de crear
necesidades ilusorias, agotarlas pronto y concebir velozmente otras nuevas para
sucederlas: la rueda de la
fortuna. Los esfuerzos de la mercadotecnia actual se destinan
a henchirnos de deseos ficticios, a sugestionarnos con novedades que al punto
nos parecen imprescindibles, como si vivir sin ellas hubiera sido una tortura. La
promoción precede al producto; más aún: su anuncio es el verdadero producto. Nos pasamos la vida metidos en campañas
publicitarias, sujetos pasivos convocados únicamente a pasar por caja.
Y lo mismo
sucede con la política, convertida en sucedáneo -¿subterfugio?- de la práctica
empresarial. Perpetuamente estamos “en campaña”, pues poco cabe juzgar de la
actitud de los políticos ante cuestiones acuciantes si no se tiene en cuenta a
los rivales en el voto. Pero cuando, además, entramos en campaña (y en precampaña),
los asuntos se tratan en “clave electoral”, es decir, sin ánimo de arreglarlos,
sino de que sirvan de arma arrojadiza sobre el otro, de infantil debate sobre
quién lo hizo o hará peor. ¿De qué sirve este período pueril e idiotizante en
que los partidos nos toman por lerdos y desmemoriados? Alguien dichosamente
ingenuo respondería que para conocer propuestas y decidir, pero desde hace
tiempo –y más aún desde que el partido gobernante se dedicó a hacer lo
contrario de lo que solo había prometido para desbancar al anterior- eso suena
a chiste malo. Muy malo. Es un paripé que dilapida crédito de los candidatos y
entereza de los votantes. Supriman, por favor, este suplicio. Ahorraremos
dinero, sí, pero sobre todo paciencia, enfado, simpleza, desencanto. Métanlo en
su programa electoral: la campaña entera destinada a jornadas de reflexión:
sobre quién hizo qué y cómo lo hizo, sobre en quién confiar y por qué, tras
cuatro años. Lo dicho: nos pasamos la vida metidos en campañas, sujetos pasivos
convocados únicamente a pasar por las urnas.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 14/11/2015)
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