La llegada del otoño despierta afanes de amontonar
testimonios, tomar fotografías, grabar lo mudable, que ahora nos asola con
mayor crudeza. Se trata de una pretensión que intento reprimir, por supuesto. No
pretendo convertir pedacitos de formidables ocasos y bosques ahogados en verdes
y dorados rutilantes en imaginería metafórica; soy consciente de la ciclotimia
de ese atrevimiento, acto reflejo y suerte de inventario de lo que sucedió y lo
que no llegó a suceder en el último verano. Esa estación, remota ya, que no fue
tan reluciente ni tan alegre, pero a la que el otoño vuelve un edén
inalcanzable y necesario. Un paraíso más al que es imposible regresar, aunque
pretendamos retenerlo con instantáneas nostálgicas, pesarosas e inútiles.
De todas formas, no siempre logro sustraerme a la tentación,
y finalmente, cada otoño deja tras de sí partijas inéditas y vagamente
sentimentales, ilustraciones intercambiables de las mismas campiñas
desfallecientes, las mismas alegorías vesperales, el rescoldo de idénticos y voluntariosos
propósitos cuyo inmediato malogramiento les hermana con esa época luminosa que
se acaba de cancelar, sin más ceremonia. La llegada del otoño me incita, eso
tengo que agradecérselo, a prescindir de hojarascas, pompas y circunstancias,
de diatribas sobre una actualidad cada vez más altisonante y más hueca… Cuando
siento el mordisco húmedo y frío de la última estación del año, me asalta una ecuanimidad
flemática a propósito de las pérdidas y su significado. Sobre todo aquello que
no podrá fotografiarse, retenerse, recordarse. Con las primeras heladas de esta
tierra que suspira como un bóvido tendido, enorme y manso, el silencio empieza
a cobrarse su peaje sin sentido. Nos mira y hasta posa para que lo retratemos;
pero nadie lo hará. Entonces, justo cuando el número de hojas caídas de los
árboles iguala al de las que aún se sujetan a las ramas, decretan atrasar los
relojes y el invierno se desploma sobre tanta añoranza, haciéndola añicos.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 24/10/2015)
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