domingo, 9 de febrero de 2014

Anonimato




Hay dos motivos para esconderse: arrojar una piedra o protegerse de la pedrada. Este segundo es defensa propia; el primero, una vileza. Parecida cosa sucede con el anonimato: si se emplea para salvaguardarse frente a los abusos, la injusticia, el despotismo o la censura, se transforma en una herramienta legítima. Si sirve para disimular a quien arremete gratuita y mezquinamente, para poner a salvo el pellejo después de dar gusto a bajos instintos, en simple cobardía.
Durante siglos de la historia de España (el de Oro incluido), la denuncia anónima campeó a sus anchas en una sociedad habitada por el miedo, la afrenta y la pureza de sangre, exigida como prueba de honra y fama que, por añadidura, eximía de pagar impuestos, situando al hidalgo un escalón por encima de los demás, el que lo hacía insolidario y fatuo. Miles de personas fueron encausadas y condenadas por la Inquisición debido a la delación anónima, la difamación y la insidia, que prosperaban gracias a venganzas personales, a deudas privadas que eran solventadas en los tribunales de la vergüenza. Anónimamente.
Salvando las distancias, algo así sucede en los medios de comunicación desde que las redes sociales y la supuesta apertura a la participación ciudadana permiten a cualquier individuo despacharse mediante el insulto o la mentira con quien quiera que sea, guardando nombre y señas a buen recaudo, ocultando su rostro. De poco vale que esos medios exijan una identificación previa, si luego publican el “comentario” con un alias que protege la difamación, que ampara el libelo. Y de la misma manera que ciertos periodistas emprenden cacerías azuzadas por los propietarios de su medio, se jalea a ciudadanos enfurecidos hacia escarnios y ofensas al alcance de un sólo clic desde la confortable silla donde nadie les reprochará su bajeza. No hay más que leer la retahíla de improperios que escoltan las noticias en esas webs. O mejor no, no los lean. No leo nada que no vaya firmado desde Lázaro de Tormes.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 8/2/2014)

lunes, 3 de febrero de 2014

Ilusión





Hace siete mil años un par de individuos corpulentos, avezados cazadores, recolectores ocasionales, mariscadores y pescadores de ocasión murieron durante uno de sus constantes desplazamientos estivales. Tenían apenas cuarenta años, una edad avanzada entonces, y unas duras condiciones de vida a sus espaldas. Sus cadáveres fueron depositados con mimo en una galería rocosa descendente, inaccesible para las alimañas, y se les rodeó de fragmentos de estalactitas como ofrenda hacia una vida de ultratumba que esperaba alcanzar el grupo que se desplazaba con ellos siguiendo el ritmo estacional de los fríos y las bonanzas climáticas, los latidos de una naturaleza a la que se sometían y completaban. Tal vez frecuentaban la templanza de la costa durante el invierno, aprovisionándose de los frutos del mar, mientras que durante los meses soleados arribaban a las cumbres en pos de una caza mayor cuya batida realizaban colectivamente, aunque cobrar una pieza significara una vitola de distinción. El signo de ese triunfo eran unos dientes característicos de los ciervos, que, perforados cuidadosamente, pendían de las ropas de los más hábiles y veteranos cazadores. Eran las últimas generaciones de nómadas predadores y carroñeros que recorrían el continente desde el lejano septentrión, pues, no mucho más tarde, los humanos se establecerían en hogares estables para cultivar la tierra y domesticar animales y empezar así a considerar la tierra como una pertenencia. Pero ellos nunca supieron de su crepúsculo.
De sus propios dientes, del interior de algunos de los que aún relucen impecables en sus mandíbulas descarnadas, se ha extraído gran parte de lo que nuestra infinita curiosidad homo sapiens hacia nuestros semejantes pretende saber sobre ellos. Los dientes dicen mucho de nosotros. Siete milenios más tarde, nos acercamos a las vitrinas de un museo para adivinar en las cuencas vacías de sus cráneos la mirada de unos ojos azules que nadie verá nunca jamás. ¿Vana ilusión?
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 1/2/2014)

domingo, 26 de enero de 2014

Violencia




Me resulta muy violento que entre veinte personas acumulen más riqueza que el veinte por ciento de la población española. Me parece violento en exceso que casi todo ese enorme número de gente no pueda ganarse la vida, que no tengan para calentarse en invierno y apenas para comer todos los días en un país que se dice moderno, europeo, democrático y todas esas cosas. Me provoca una violenta rabia que la mayoría de las empresas del IBEX 35 tengan enclave en paraísos fiscales para no pagar impuestos en su “patria”, o que los bancos no aplacen el pago de un euro a nadie, ni siquiera a una familia que se queda en la calle, pero entre todos hayamos saldado sus deudas y, lo que aún es más violento, contemplemos la impune desfachatez y el latrocinio de gran parte de sus gestores, la forma en que nos estafan. Saca de mí la parte violenta que todos tenemos que España sea uno de los países del mundo en que más ha aumentado la desigualdad y que, en estos últimos años, los salarios sólo hayan bajado para las rentas medias y bajas, la precariedad laboral se haya hecho norma y normal y se deprecie a niveles vejatorios el esfuerzo de los que menos tienen, mientras se blindan los privilegios económicos de los enriquecidos a costa de todos. Me enerva con violencia que se recorten derechos y servicios básicos para convertirlos en negocios privados de esos mismos tipos. Y me causa arrebatos violentos contemplar como un alcalde en combinación con uno de los “señores del ladrillo” pretende gastar una morterada de dinero en obras innecesarias y contrarias a los intereses de sus ciudadanos en un barrio azotado por la necesidad y el abandono. Todo esto, y mucho más, me parece de una violencia insostenible.
Y sí. Dicen que es violento que unos cuantos ciudadanos salgan a la calle, muy cabreados, y algunos griten, den carreras y quemen algunos contenedores o rompan lunas de sucursales. Sí, es cierto, es violencia y nunca debe justificarse. Pero, ¿qué quieren que les diga?
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 25/1/2014)

sábado, 18 de enero de 2014

Afección





León, treinta y nueve de fiebre de dos mil catorce. Los pensamientos tienden a deslizarse bajo un tegumento oscuro, una marea oleaginosa que cubre aguas invisibles, tan sólo supuestas bajo ella. Un chapapote que se estrella sin ganas, con un golpeo de azotaina, contra unos pedruscos indolentes. Unos pedruscos que antes, lo juro, no estaban ahí. Escribir algo con sentido se antoja titánico, pues ni siquiera se plantean cosas sencillitas, del tipo levantarse de la cama o así.

Del resto las noticias no son mejores. Respirar ha adquirido la densidad del vientre de los volcanes justo cuando se agitan burbujeando sin que nadie, ni ellos, sepa cuándo cesará o reventará todo. Reventar, o sea, toser. Pero un reventar sin alivio, una detonación interna que se estampa contra ciertos límites del cuerpo de cuyos recovecos no tenía conciencia hasta ahora, y quizá la pierda después. Todos ellos se tensan al unísono en esas ocasiones y ensordecen, golpean, agotan al fin, aunque no lo parezca si se ve desde fuera, excepto por algún gesto hosco de resignación y puro daño. Moverse uno se mueve, aunque todo a cámara lenta y en una burbuja, como si vivir fuera un experimento que, de momento, no sale bien. La espalda pesa como debió pesarle el mundo al atlante de marras, o, al menos, como si la gravedad no fuera etérea y se pudiera palpar, cargar encima. Toda ella. Y cada articulación revela de pronto millones de años de evolución devueltos a su primigenia incompetencia. Los párpados no se abren del todo, las narinas se ensanchan a ratos intentando ventilar unos adentros colapsados, el cuerpo se encoge para resguardarse de no sé qué amenaza compuesta de millones de seres invisibles pero muy notorios que ya están dentro. Hace calor y hace frío, de repente y sin motivo. Me abstengo de mencionar otras efusiones; se hacen cargo.

En un resumen algo vago, esa es la situación. Así que tendrán que conformarse con esto. Lo siento. Es gripe, dicen. Será. Que sea leve para los del cupo anual.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 18/1/2014)

sábado, 11 de enero de 2014

Remodelación




Tienen nuestros ediles la maniática costumbre de meterse a arreglar lo que no está estropeado, y “retocar” aquello en cuyo sensible equilibrio reside su mérito. Hace muy poquito, cuando el dinero fluía, las calles de las ciudades parecían la isla del tesoro tras el paso de los secuaces de John Silver, y los ciudadanos sorteábamos socavones, zanjas y vallas como quien participa a su pesar en una disciplina olímpica típicamente hispana. Y todo ello para convertir los centros históricos de las ciudades en escenarios intercambiables, de un formato rayano en la simpleza. Se talan los árboles, se arrancan bordillos lustrosos y se pavimentan hasta los alcorques con la excusa de peatonalizar, cuando eso es logro de una mera señal de tráfico. Es otra cosa: es hacer otra ciudad, una más señoritinga y gris, más vulgar, más mediocre, relegando los barrios a una subsistencia menesterosa y arrinconada. Si le añadimos la proliferación de “dotaciones”, esos empeños faraónicos que siguen lastrando unos presupuestos que no dan para pagar sueldos, el retrato de nuevo rico antojadizo y un punto hortera se completa.
No en vano la historia urbanística de este país acredita como las ciudades mejor conservadas aquellas que no tuvieron dinero para destruirse a sí mismas en los años sesenta y setenta. La pobreza fue un gran agente conservador, pues al menos solía ser digna. Pero ahora, pese a tanta restricción y austericidio, ese prurito no cesa. Y, en León, le ha tocado a la Plaza del Grano, quizás el más auténtico rincón de la ciudad, precisamente por haber permanecido indemne, inasequible a tanta moda fatua. Es una plaza incómoda (como muchos monumentos), vetusta, humilde, popular... tan hermosa. Y pese a las explicaciones previas, uno mira las obras cercanas, los resultados a la vista y por eso se pregunta ¿qué necesidad hay de emprender esa remodelación, esa “reparación”? ¿Por qué tocar lo que ha conservado sus virtudes precisamente por no haber sido manipulado? 
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 11/01/2014)

martes, 7 de enero de 2014

Campechanía





Hay una suerte de gracejo muy popular que se asocia con la simpatía, aunque no tenga nada que ver con ella. Lo utilizan tipos con guasas de saldo o con un cierto don de gentes que manejan para acercarse disimuladamente a quienes mandan y engatusarlos con sus comentarios lisonjeros y agradecidos, animándoles a ser como son, sean lo que sean, que eso da igual, y convenciéndoles, además, de que llegado el caso, ellos harán cualquier trabajo por sucio que sea, que les encomienden. Hay una suerte de campechanía que es una forma bastarda de familiaridad y que revela sobre todo sumisión y búsqueda de popularidad y de éxito personal a toda costa.
¿Recuerdan ustedes al Ruíz-Gallardón de las jocosas entrevistas de “Caiga quien caiga”? Todos decíamos lo mismo: este tío no parece del PP, o al menos es el PP que querríamos que fuera, la derecha de un país normal. Qué labia, qué saber estar y qué desparpajo: qué buen rollo este tipo, seguro que no le dejan mandar nunca jamás. Le perdonábamos hasta ese aspecto de sapientín repelente y el enmarañado hirsuto de sus cejas. Esas cejas que, ay sí, ellas sí, no sabían disimular y anunciaban maneras de nomenklatura, de apparátchik de la derecha de toda la vida, más allá de los armanis y los chascarrillos de última hora. Jesuitismos aprendidos en la escuela. Pues ese tipo tan bien plantado ante las cámaras que se atrevía a rebatir con gallardía a los reporteros más punzantes es ahora Mr. Hyde. Ha puesto precio a la justicia, impidiendo que sea, como por definición debe ser, un derecho público universal. Y ahora retrotrae los derechos de las mujeres a niveles neandertales. Le Pen le felicita, mientras algunos compañeros de partido bajan la mirada. Y lo hace sin una sonrisa, sin una palabra amable, con el gesto hosco y el ceño fruncido de divina misión que sólo los profetas y los trepas saben adoptar para las grandes ocasiones. Porque el trepa, cuando debe ser agradable es gallardo, y cuando hace el trabajo sucio, es Gallardón.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 4/1/2014)

Renovación





Nacimiento y muerte. Todo debió comenzar hace mucho tiempo, tanto que lo hemos disfrazado y renovado de mil y una maneras. Fue en el solsticio invernal. Justo el momento en que las tinieblas están a punto de apoderarse definitivamente del mundo y, cuando todo parece perdido en medio de una gélida postrimería, nos asalta un atisbo improbable de primavera, casi el presagio de un renacer inverosímil. Los días comienzan a crecer. El sol; la luz, han vencido. Renacimiento.
Tanto nos gusta a los humanos meterlo todo en casillitas, que con los calendarios en la mano, se nos acaban las cuentas de una temporada y hemos de comenzar otra. O eso parece, en eso creemos. Y tenemos idea de hacerlo mejor o, al menos, no hacerlo peor, en el siguiente episodio, como si la experiencia fuera un grado. Borrón y cuenta nueva. Recomienzo.
En cierta parte del mundo hace dos mil años vivió un tipo que se decía divino y se comportaba como si lo fuera. Uno más. Lo mataron, claro. Y después, una vez frío su cadáver, lo reconocieron como un dios. Un emperador decretó que había que creer sus palabras y un grupo de gente vestida de largo decidió que ellos iban a ser sus intérpretes. Y, aunque se han vuelto a escuchar muchas veces similares frases, e incluso han costado vida y tormento a muchos otros, decidieron que él, en particular, debía ser adorado. Sin que importara demasiado el contenido de sus palabras, al fin. Aún hoy hay celosos vigilantes de esa fe; la verdadera, dicen. ¿Renovación?
Días como hoy, se barrunta un esplendor lejano, porque, aunque el frío arrecie, sabemos que acabará por ser sometido. En estas fechas se nos acaban las cuentas y las páginas en que hemos anotado febril o lánguidamente angustias y trabajos durante todo un año son arrojadas a la papelera. Comenzamos de nuevo. Y, tal vez, habrá nacido otro puñado de tipos que dirán o harán cosas nobles y elevadas. O quizás no. Celebrémoslo igualmente. Cada uno que celebre lo que quiera. Feliz año, pues, para todos.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 28/12/2013)