La noche cayó hace horas y apenas un gajo de luna taladra la
sólida oscuridad a ambos lados de una calzada que los faros del coche deslumbran
estrecha y fugazmente. Hace frío fuera, y se diría que nadie habitó jamás estas
tierras, que nunca nadie las apreció salvo como un estorbo para llegar de un
lugar a otro, ambos distantes. El vacío y la soledad prevalecen. Pero el viaje
prosigue. Y lo hace bajo la amenaza de malograrse en cualquier momento y
abandonar a los pasajeros en medio de esta desolación ilimitada y autista, pues
el vehículo quema sus últimos resquicios de combustible desde hace rato, un
tiempo que se torna cada vez más tenso y dilatado. De hecho, el conductor mira
más el indicador de la gasolina que las líneas pintadas en la vía. Y escruta un
horizonte imaginario en busca de luces esperanzadoras. Si no aparecen pronto,
no sabe qué hará, qué solución dará a los pasajeros que confían en él y
dormitan cabeceando levemente. Un trecho más allá hay una estación de servicio
en la que ha repostado muchas veces. Cerrada. Como las tres anteriores en el
último medio centenar de kilómetros. La agonía del depósito parece otorgar una
ligereza alarmante al coche. El acelerador apenas es apretado, la calefacción ha
sido apagada: queda un buen tramo hasta llegar a destino y nada indica que
aguante… La luna, la noche, el frío y la soledad han dejado de ser un paisaje sugestivo
al otro lado de la ventanilla para convertirse en la posibilidad amenazante de
pasar la noche en malas condiciones. Se ven en medio de la nada oscura,
ateridos, sin la certeza siquiera de tener red para telefonear, esperando al amanecer
o a un improbable conductor que se detenga ante unos desconocidos a estas
horas, en este lugar… Y no, no estamos de aventura por lugares recónditos. Ni
en épocas remotas. Ni en un camino de herradura, sino en una general: la
León-Valladolid. Ninguna gasolinera abierta en más de ciento treinta kilómetros
a partir de medianoche. Trazan una autovía...
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 15/10/2016)
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