El anonimato se está convirtiendo en un lujo que no vamos a
poder permitirnos. No me refiero al clandestino, a ese tirar la piedra y
esconder la mano, no, sino al transitar discreto, sin la luz de los focos, que
muchos aún desean y pretenden. No se puede no ser. Pero hasta hace poco se
respetaba a quienes elegían no figurar; existía un espacio de respeto para esas
decisiones, para esa forma de entender la vida que la juzga sólo por sus obras.
Nuestros pasos son seguidos por cámaras omnipresentes y
señales por satélite, y más aún, nuestros deseos y preocupaciones son
rastreados, clasificados e interpretados comercialmente por la red que nos
enmaraña. Compramos un nuevo dispositivo que adosar a nuestro cuerpo y
enseguida rastrea nuestros contactos, cuitas e información y la incorpora, la
hace suya. Y no nuestra ya. No se puede no estar. Quizás por ello el movimiento
más contestatario de la red se llama Anonymous
y el anonimato sea la forma más habitual de abuso en ella.
Hace meses se supo que científicos británicos, al parecer
sin otra cosa mejor que hacer, decían haber descubierto la identidad del artista
callejero conocido como Banksy gracias a técnicas policiales basadas en la
trazabilidad de sus localizaciones, en un perfil geográfico de sus hábitos.
Banksy quiso permanecer en un anonimato incompatible con su celebridad, que al
parecer molesta a los que ansían tales famas. Acaba de suceder de nuevo con la
escritora cuyo pseudónimo, Elena Ferrante, era lo único que se conocía aparte
de sus libros. Una investigación que ha seguido la pista de sus ingresos
editoriales ha acabado con una “exclusiva” periodística que tira por la borda
años de reserva y ausencia. Ella lo dijo claramente: interesa la obra, no la
biografía ni las miserias humanas de quien la compone. “La
invisibilidad es un magnífico aliado para observar el mundo sin que nadie
te moleste”, concluía. Pero de eso nada. Se acabó: hay que ver a todos, hay que
verlo todo. Y menudo espectáculo.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 8/10/2016)
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