Leemos que mueren niños y pasamos la página. Vemos fotos
desgarradoras e imaginamos otras peores aún, que no llegan a publicarse, y
cerramos los ojos. Pero aparece un niño vestido como nuestros hijos, ahogado en
una playa como las playas de donde acabamos de regresar este verano y sin una
madre que corra hacia él, porque la sabemos muerta también y, entonces, nace un
símbolo. De la mierda de Europa que estamos construyendo, erizada de alambradas
y privilegios, cada vez más autista y elitista. De la incompetencia de nuestros
dirigentes, algunos provistos de parecidos sentimientos a los que alumbraron
las peores épocas de nuestra historia. De la deriva de un mundo que se cuartea por
todas partes sin remedio. De cómo atender a los desfavorecidos, barriéndolos
bajo desdén, toneladas de bombas y algo de caridad. De la vergüenza que debería
abrumarnos y dura el rato justo de haberlo visto y poco más. De lo fácil que es
compadecerse, como hago ahora, y lo ajeno que es padecer.…
De todo eso y de más cosas, el cadáver de un crío al que robamos
todo futuro ha sido convertido en un símbolo. Pero ya tenemos demasiados
símbolos: imágenes de desdichados penosamente encaramados a vallas afiladas durante
horas terribles de sol, fotografías de madres asidas a su angustia y a sus
hijos en el andén de una estación de la que no parten trenes para ellos, retratos
de personas impelidas a mendigar derechos básicos que se les niegan fríamente,
de enfermos que deben suplicar papeles para demostrar que existen… Estamos
ahítos de iconos. Nos gustan demasiado; así somos de pretenciosos y fatuos. Nos
rasgamos las vestiduras ante ellos como quien se postra ante el ídolo y sale
después a la calle reconfortado, pero no transformado. Y no son símbolos. Ni alegorías
de un siglo que comienza mal de nuevo. Ni emblemas de nada. Son víctimas y
merecen justicia. Eso que circunscribimos al encerradero de encantadoras y
pulcras calles por el que paseamos apáticos en la carcomida Europa.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 5/9/2015)
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