Ahora que se ha
muerto Saza de verdad -no como la primera vez, que fue de coña- empezamos a
percatarnos de quiénes han sido los verdaderos esclarecedores de la realidad
del país, quiénes la han entendido mejor y, más aún, quiénes fueron capaces de
pronosticar dónde nos conduciría tras el paso apretado de una generación
satisfecha de sí misma. Creímos en gente como Alfonso Guerra cuando dijo
aquello de que al país no lo reconocería ni la madre que lo parió, y resulta
que tenía razón, pero él no sabía de qué manera. Confiamos en predicciones de
políticos, de filósofos, de sesudos estudiosos y de gente que, por llevar
gafas, nos parecía más lista; y nos equivocábamos. La clave estaba, cómo no, en
el Imperio austro-húngaro. Es decir, en las películas de Luis García Berlanga.
Y en personajes como los que interpretó Sazatornil, el cómico que disparó al
sol por atreverse a salir por occidente.
Nuestros
ayuntamientos siguen siendo como aquel que regentaba Pepe Isbert, esperando a
Mister Marshall y siguen dándonos la explicación que nos deben, siguen urdiendo
festejos en los que nos vestimos de andaluces… Pero esta vez el arte se quedó
corto, la chirigota ha sido superada por el suceso. Durante las últimas
décadas, La escopeta nacional podía
haber sido el libro de ruta de la legión de vendedores de porteros automáticos
del país, cuya nómina superó con creces cualquier posible parodia: ese
industrial catalán honrado a carta cabal (ni una letra protestada) se
sonrojaría con el caso Palau, los Pujol... En Patrimonio nacional podía haber figurado sin problemas aquel tipo
que tenía un Miró en el váter, el que organizaba visitas papales o aquel otro
que mandaba sms a su tesorero después de pillarle en Suiza con todo el botín… Y,
finalmente, en estos tiempos de histriónicas cuentas pendientes, la referencia
es Todos a la cárcel. ¿Cómo no iba a
ingresar en una prisión el tipo que, precisamente, había descubierto la placa
inaugural? Qué clarividencia, qué sindiós.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 25/7/2015)
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