El juego de palabras es tan antiguo como las propias
palabras: nos enredamos en las redes. Redes sociales, las llaman, pero en el
fondo son una nueva manera de relacionarse que no estamos seguros desmantele la
sociedad tal como la conocemos para tejer otra quién sabe si con el nudo algo
más prieto, con la trama más fina.
Las redes conforman un mundo propio, a imagen y semejanza
del que querríamos fuera nuestro mundo, una burbuja de seres que piensan como
nosotros y nos ofrecen su lenitiva aquiescencia, su asentimiento y aplauso a
todo cuanto colgamos de ese tendedero, una celebración de la cotidianidad, una
fiesta perpetua de bonhomía y felicidad, plena de mentideros. Fotos,
comentarios, sonrisas y lágrimas, enlaces con noticias, chistes y música, burlas y disidencias de salón levantan a
nuestro alrededor una feria de vanidades en las que somos los amos con el poder
de un solo clic: elimino, añado, me gusta o no, sigo, me siguen…
Y Twitter, ese festival del latigazo ingenioso, del nervio
en la escritura. Hace
unos años se puso de moda Baltasar Gracián entre los brokers gracias a una edición que, en escasas páginas, entresacaba
sus aforismos y más agudas sentencias. Pero Gracián sobre todo era un escritor
de fondo. Sus obras, gruesos volúmenes donde tales máximas ocupan un lugar en
un río caudaloso de prosa urbanizada y lenta. Las frases de Gracián no eran
Gracián, como no son Cervantes tantas citas (verídicas o apócrifas) de las que
tiramos a la menor ocasión. No se puede ser ocurrente siempre. Es más, está
empezando a suceder que lo más ocurrente es callarse. Que se lo digan al
concejal madrileño Zapata, lapidado públicamente por una estupidez infamante de
hace años: una docena de palabras han pesado más que décadas de activismo
social. Hay quién triunfa al revés: una frase oportuna disimula años de
ignominia pública. El mundo es injusto, pero si lo resumimos en una frase, como
hace un epitafio con una vida entera, la conclusión es aún más injusta.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 11/7/2015)
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