A la comunidad
internacional (si hay algo que sea eso), le espanta que las huestes de Daesh (de Isis o como quieran llamarlo)
hayan metido las excavadoras y los martillos pilones en el corazón de las
viejas ciudades de Mesopotamia, en el paisaje que conoció el alba de nuestra
civilización. Como si no fuera previsible algo como esto por parte de unos
bárbaros que cortan cabezas y lo graban para exhibición pública. Y si más sale por
televisión tamaña infamia, más destrozos harán.
Desde que el
mundo es mundo, la iconoclasia caracteriza el dominio político emergente sobre un
nuevo territorio: la eliminación de símbolos y la destrucción del otro definen
cualquier poder y son directamente proporcionales a su grado de despotismo. De
ahí esta saña. Pero en estos actos hay, también, resentimiento. El de quien
quema libros, el de quien aplasta algo bello y frágil, el de quien no sabe
hacer algo y no es capaz de entender su sentido.
A nivel
individual este fenómeno se conoce como el síndrome de Eróstrato, un pastor
griego que buscó la notoriedad a costa de destruir un legado único, el templo
de Diana en Éfeso. Aparte de su odio, su ignorancia y su desdén, he ahí el
objetivo de estos salvajes: pasar a la posteridad como agentes de destrucción de
algo irremplazable; no como creadores, sino como parásitos de la creación. Fagocitar
la fama inmortal de un lugar para existir en ella eternamente, bajo la vitola
de ser su liquidador. Como el magnicida, el calibre del acto ha de otorgar a su
nombre un renombre eterno. El de Eróstrato intentó silenciarse tras conocer su propósito:
es evidente que no se logró.
Pero dejando
aparte lo dañino y monstruoso, incluso con todo lo alarmante que resulta, me
inquietan más las destrucciones de patrimonio perpetradas por quienes sí dicen
respetarlo. Aquellos otros, que se definen a sí mismos como exterminadores y
niegan cualquier forma cultural que no sea la suya (lo que la convierte en
simple salvajismo), solo merecen desprecio.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 14/3/2015)
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