A menudo la gente que importa, como tantas cosas que
importan, ni sobresale entre la multitud ni aparece en los periódicos. A menudo
éstos, que se supone reflejan lo que importa a todos, se pueblan de personajes
encorbatados y ufanos, que asisten a cenas de copete y se saludan con
fingimiento cómplice. Son siempre los mismos y siempre sonríen igual, como si
algo bueno se debiera a su mano y en esos saraos les reconocieran tales aportaciones,
una largueza que nadie (ni ellos) se cree. Se dan premios entre sí, incluso,
para hacerse más fotos y ocupar más titulares con “apuestas” y “propuestas” que
sabemos nos van a costar algo, y seguramente no tengan ninguna utilidad o
trascendencia.
Sin embargo, hay otra dimensión que transcurre entre
personas ajenas a esas luces de comedia. Gente que procura el bien común sin más
recompensa que la del trabajo bien hecho y la pelea en causas que merecen la
pena. Sencillamente se educaron así, o no entienden su vida sin que tan desprendidas
dedicaciones le den un sentido. Suelen ser personas que no reclaman nada para
sí, visten y hablan con humildad pero con firmeza, escuchan y pasean, conocen a
todos y de todos son conocidos y sabemos que podemos recurrir a ellos si sucede
algo injusto, como también que no recurrirán a nosotros si pueden evitar molestarnos.
Son ciudadanos necesarios que no gustan de apariciones, ni se sienten
imprescindibles ni les gustaría que lo creyésemos. Pero lo son. Se nos ha ido
uno de ellos: Santiago Rodríguez Magallón. Un hombre menudo, con voz de profeta
tranquilo, palabra justa y sincera. Santiago estaba donde había que estar, en
las causas que le importaron desde siempre: la justicia social, la conservación
de la naturaleza, la defensa de los
desamparados, la educación en libertad… ahí es nada. Quizás no le dediquen una
calle. No hace falta, muchos lugares lo recordarán sin necesidad de placas. Su
paso mejoraba las cosas. No descansará en paz, porque Santiago, el de Urz, no
descansaba.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 14/1/2017).
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