Lo dice la Real Academia: un rigodón no sólo es una
contradanza (del inglés country dance,
no piensen mal), sino que, además, tiene una curiosa acepción en el español de Filipinas,
ese archipiélago cuyo presidente insulta a Obama a lo tabernario. “Acto
presidencial en el que se cambia de puesto a un político criticado en lugar de
destituirlo”, refiere la segunda acepción del diccionario. Muy ricamente. Igual
podía haber dicho “soriasis”, por el
exministro expanameño, o hablar de las “puertas giratorias”, que, más que
girar, abren solo para algunos. Pero la mención a una danza suena más elegante,
más cortesana, más como el baile de momios en que derivan algunas carreras
políticas. Y luego ofende lo de casta, como si no fueran un linaje de
paniaguados y colegueo. Ni aristocracia ni meritocracia; una nepotecracia -perdón
por el palabro- en la que no hace falta ser sobrino y los demás somos primos.
Dos glosas nada más. Con ser indignante la forma e indigno
el designado, con todo, lo más grave fue la mentira: miembros del gobierno en
funciones, presidente incluido, argumentaron que se trataba de un concurso
público de funcionarios y era obligado resolverlo así. Mintieron. Segundo:
resulta práctica frecuente en la administración española que se premie con
prebendas a subalternos dóciles y acomodaticios elevados a cargos y carguillos
donde posturear y servir de parapeto a los que mandan, amparando caprichos y arbitrariedades.
Esos comisionistas de la mezquindad del poder, a menudo procedentes de un
primer dedazo que perpetúan a golpe de riñón, constituyen una ralea intermedia
de pocas luces y mucha ínfula. Con frecuencia no tienen otro oficio ni
beneficio; pero, como los intermediarios de la economía, medran con el trabajo
de los demás. Es el sector más engordado, en la administración y en la privada:
jefes, asesores y listillos en general, mandones por delegación y un extenso
etcétera de sueldazos. De ahí este rigodón, este ballo in maschera tan impúdico.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 10/9/2016)
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