Si no se puede tirar, ya se caerá. Bajo este lema se ha
verificado la reposición de numerosos edificios en el casco histórico, una pauta
no escrita sabida por todos, una omertá de andar por casa. Se niega un derribo
por el interés del inmueble, y acto seguido, unas tejas por aquí, un boquete
por allá, el edificio comienza a desmoronarse, de forma que una ruina acelerada
y sobrevenida salva todos los controles en pro de la seguridad ciudadana. Especulaciones
que retuercen normas y leyes en provecho de algunos promotores y constructores;
así parece haberse comportado nuestro ayuntamiento con la Plaza del Grano.
Ciertos colectivos y organizaciones no sospechosos de
interés económico alguno han mostrado a menudo su oposición o, cuando menos, su
inquietud por unas obras que, a todas luces (y esto no es discutible), no son
necesarias para la correcta conservación del lugar. Incluso se han ofrecido a
realizar un mantenimiento tradicional acorde con sus características
constructivas y significado cultural. La plaza más auténtica y castiza de la
ciudad no peligra ni requiere modificaciones, sino simples respeto y sostenimiento.
El primero se le concede a cuentagotas, después de que, sólo este último mes,
se decidiera eliminar el trasiego de vehículos que comprometía el pavimento. El
segundo, no. ¿Se buscaron el abandono y la degradación suficientes para justificar
la intervención? Nadie duda de las bondades del proyecto, sí de su necesidad.
Aunque cabría preguntarse por qué ese afán de recluir el suelo de cantillo y
convertirlo en un espacio destinado a ser contemplado, una fosilización que puede
acabar con sus encantos, fruto de una viveza y frescura en proceso de coagulación.
Y por qué hormigón, ese intruso. En resumen, por qué esa obra donde no es
precisa, habiendo tantos lugares en la ciudad (cada día más) que sí la
requieren. Decididos a hacer un nuevo lifting
a la ciudad, nos libraremos de este Grano a la manera de siempre: monotonía,
negocio, vulgaridad.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 17/9/2016)
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