Cada año
comienza antes. Y tal vez sea por ese motivo que, en cuanto percibimos su falsa
pero apremiante inminencia, nos acomete una traicionera punzada de desazón y
frenesí que no sabemos a qué atribuir. Arranca entonces un tiempo pautado y
mecánico de acontecimientos irritantes y a menudo trabajosos que en nada ayudan
a la supuesta serenidad y bonhomía que se le atribuye de manera gratuita, algo paradójica.
Se suceden las zozobras y los desengaños, con propios, con extraños, con cosas
y con sensaciones. Se acumulan los desencuentros y el desasosiego cuando
debieran (tal como se afirma proverbialmente) sucederse las citas pospuestas y
añoradas, los afanes cumplidos, las satisfacciones. Ansiamos productos que se
ofrecen copiosamente a nuestra vista, en torno a los que nos amontonamos ávidos
de una ilusión interpuesta, pues entregamos a su adquisición una buena parte de
nuestra reciprocidad y alegrías que, además, gestionamos algo más sórdidamente
de lo habitual, algo más hipocondríacamente.
En medio de las
luces estridentes y los soniquetes simplones, los saludos y abrazos de cortesía,
nos sentimos un poco más solos, más ajenos a cuanto se desborda alrededor entre
buenas palabras que se desvanecen como el humo y saben, también, algo acres.
Brindamos con un júbilo forzado por el calendario y nos atiborramos juntos para
llenar la boca de lo que no sean reproches y evocaciones de días iguales a
estos que no recordamos iguales a estos, momentos intercambiables y, a veces,
hasta crueles.
Los niños
chillan mucho cuando les hacemos caso y los mayores miran con tristeza hacia
ninguna parte cuando nadie les ve. Suenan voces en las cocinas y se escucha el
silencio en los salones, aunque en todas partes haya ruido. Se nos ocurre que
en algún lugar alguien lo celebra como debe ser, porque sabe hacerlo. Es una
idea bonita, y sonreímos al menos fugazmente, al imaginarlo. En ese instante,
alzando la mirada, brindamos sin saber con qué. Pásenlo lo mejor que puedan.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 19/12/2015)
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