Florecen en cunetas o contenedores con apremio luminiscente,
grandes letras negras sobre folios amarillos o naranjas y mensajes de tan sucintos,
herméticos como consignas de un frente de guerra ilusorio. Marne, 5 y 6 de
agosto. Villamayor, 11, 12 y 13. A veces se acompañan de santos y señas aún más
crípticos y llamativos, provistos de su propia ortografía, portadores de una promesa
rudamente anglosajona o exótica: Disco móvil Amnexia, Strenos, Orquesta Anaconda,
Súper Hollywood, Sound Station, Jamaica Show, Buona vita, Mercury, Platinum,
Nebraska, Tango, Acordes…
Porque, cuando una generación había desertado de peregrinar
a las fiestas de los pueblos, seducida por sirenas urbanas, bares más mundanos
y más relucientes discotecas, resulta que una hornada de jóvenes vaga sin rubor
ni desaliento por verbenas y celebraciones veraniegas en eras polvorientas,
plazas confusas y descampados de pueblos a veces minúsculos, convertidos en
centros de atención rutilante para muchos kilómetros a la redonda durante un
par de noches al año. Quién lo hubiera sospechado… Y digo verbenas, pero las
más de las veces se trata de una caravana sonorizada hasta sus últimas
consecuencias dispuesta estratégicamente para que sus remedos musicales impidan
escucharse mutuamente, lo suficientemente cerca de una improvisada cantina, lo
insuficientemente lejos de unos vecinos que, estoicos o crispados, soportan su
inclemencia durante toda esa larga noche. El letárgico corazón de la España vacía
fibrila con estos sones noctívagos, culminando una taquicardia que comenzó
julio atrás con la llegada de los veraneantes, ese espejismo.
Se extinguían, pero surgieron de un rescoldo agitado, de
donde surgen cosas que hace poco juzgábamos vetustas y hasta rancias, y ahora
llamamos tradicionales (la semana santa, los juegos florales, las mascaradas…).
Cierto es que, pese a los esfuerzos de muchos, sucede lo que en tantas
celebraciones ancestrales: se han convertido en un producto de consumo
estandarizado que responde, doquiera, a idénticos patrones. La misma mecánica,
la misma música, las mismas bebidas y comportamientos, los mismos rostros,
gestos, actitudes… Uno acaba por no saber dónde está hasta que pregunta al
retén de la Guardia civil que le manda parar a la salida del pueblo, en la
penumbra del amanecer.
En septiembre, la carretera discurrirá entre las casas bajo
sartas de pequeñas
banderas de colores desvaídos, y los coches agitarán levemente las trizas de
aquellos anuncios fosforescentes aún adheridas con celofán a las señales de
tráfico. Y, tal vez, al conductor se le ocurra tararear alguna canción de las
fiestas de su pueblo: “Un
poco más de rollo, nene, no vendría mal: si no estoy colocado, no puedo tocar.
El rock está en mi cuerpo, y a mí me hace vibrar, saltar y desmadrarme, me
puedo liberar. Si el rock esta en tu cuerpo, salgamos a bailar…”
(Publicado el 19/8/2017 en La Nueva Crónica de Léon, en una serie
estival llamada "Extinto de verano": http://www.lanuevacronica.com/rock-and-roll-en-la-plaza-del-pueblo)
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