Un mes sin
gobierno no es lo mismo que un mes de desgobierno. En Bélgica estuvieron casi
año y medio sin él y en Italia su fugacidad se hizo tradicional y no hubo
especiales pifias, como las que engendran gobiernos de mayorías dominantes. La
administración funciona, y el país no se resiente en exceso. Con el nuevo
tiempo político tal vez descubramos que la estabilidad se sobrevalora y puede y
debe ser excusada si lo mandan las urnas. Es más, la propia realidad no suele
adornarse con esa categoría muy a menudo. El universo no es estable: navegamos
en una bola de mineral candente recubierta de una costra de tierra y algo de
agua a punto de congelarse o hervirse, a más de 250 kilómetros por segundo
a través de un universo gélido y oscuro que se expande a velocidades
inimaginables desde un origen basado en perturbaciones y que, tal vez, colapse
algún día. Las formas de vida que pueblan este planeta se basan en febriles
mutaciones evolutivas, en cambios imprevisibles. Tal actúa la cultura de
nuestra especie, como también una materia siempre en transformación. Nada está
quieto. La estabilidad no existe en términos físicos, y ni siquiera sabemos qué
sucede con el patrón luz en un agujero negro.
En el horizonte
de sucesos políticos tampoco hay estabilidad, lo cual resulta alarmante, dicen.
Pero si observamos a los inquietos, despejamos dudas: “los mercados” (ese
anónimo dios), sus sacerdotes del “prestigioso” FMI y la Davos party, el señor Juncker
y compañía o la
patronal. Ergo ya sabemos de qué estabilidad hablan. Esa que
les ha permitido hacer de su capa sayos a medida con los resultados de las
urnas, esa que les ha facultado durante esta legislatura para saltarse a la
torera programas políticos y promesas a los electores, esa que arrasa derechos
y extiende deberes a discreción para abrir brechas un poco más hondas. Una
estabilidad que emana filológicamente del establo en que nos quieren mansos,
esperando que nombren caporal y nos portemos dócilmente.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 23/1/2016)
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