Cuando pretendo
hacer compra mensual, a la entrada del súper siempre dudo, y por mucho que
cavile e inspeccione acabo eligiendo mal. Me llevo el carrito con la rueda
torcida, que me obliga a ir forzando el brazo cada vez más a medida que acopio
provisiones, o el que la tiene bloqueada y aún es peor, pues me hace parecer
más torpe de lo que ya soy por lo común. Ahora sé por qué. El carro bueno está
en el despacho del fiscal que lleva la célebre causa Nóos en Palma de Mallorca,
el señor Pedro Horrach. A ese sencillo carrito, tan codiciable, tan esquivo, que
ocupa páginas de los periódicos con el recato y el protagonismo simultáneos de
los personajes primordiales, yo lo convertiría en todo un símbolo. Un símbolo
de la oficina sin papeles que nos prometieron poco antes del temible efecto
2000. Un símbolo de la reforma de la justicia que leemos en cada programa
electoral desde aquella Transición tan mona. Un símbolo de un juicio en el que
todos defienden y nadie ataca, como en los equipos de Clemente. Uno sobre el
final de una ilusión, no la de la lotería (que esa sí somos todos), sino la de
la hacienda pública. Un símbolo sobre esa república con rey que fingieron
muñir. Un símbolo de la lucha de género, pues el “mercat de dona” (mercadona) se
traslada a un despacho masculino un tanto adánico, y uno sobre esas empresas
cuyos hacendados dueños nos quieren currando como a chinos de bazar pero sin
estar en un bazar chino. Un símbolo, al fin, de país: nunca más una pandereta:
entramos en la era del carrito de la compra. Una era que, si se torciera, siempre se
puede forzar un torpe brazo.
Si yo fuera
ministro de justicia, concejal de urbanismo, promotor inmobiliario, empresario
multimillonario o cualquiera de esas labores de poderío, tan bonitas y prestigiosas,
erguiría un admirable monumento al carrito de la compra a escala inversa, más o
menos 10:1, para ornamentar una rotonda grande, circular y chiripitifláutica. Y
pondría en medio una fuente con chorrito.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 16/1/2016)
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